Por: Karla Corona.
Mi viejo decía que la violencia estructural no era percibida, porque la violencia cultural y directa, hacían que apareciera o se mostrase como una base necesaria de la agrupación civil. Decía que la violencia y la rebeldía eran necesarias para que funcionáramos en sociedad, pero que la violencia era la única que se legitimaba para después, tener un justificante social. Esa idea me resultaba atroz y me hacía pensar en la interiorización de las violencias como método general, para pasar de lo incorrecto a lo aceptable, cambiando el utilitario moral.
Era 1964, mis dolores de pecho se acrecentaban, mi asma alérgica se ampliaba y mis problemas pulmonares no cesaban del todo. Mi viejo murió en Bahía Blanca, Argentina, el 15 de julio de ese mismo año, yo tenía 10 años. Él solía hablarme de la muerte con mucha naturalidad y me decía que no debía tener miedo de ella. Lo último que me dijo mientras sostenía mi mano, fue que nunca dejara de rebelarme, después cerró los ojos y no volvió a abrirlos más. Lloré.
Para 1972 me mudé a Buenos Aires y empecé a ir a la universidad. La relación que tenía con mi madre no cambió en absoluto, en realidad funcionaba muy bien pese a que no la veía mucho, de igual forma yo siempre procuraba llamarla constantemente. Después de un tiempo en los estudios, comencé por involucrarme en todos los aspectos políticos de la facultad y terminé zarpada por un che llamado Fernando. Nos hicimos compañeros de clase, aunque él era mayor que yo por unos años, la verdad es que la diferencia de edad nunca nos resultaba en conflicto. Hacíamos trabajo de base en la facultad y de vez en vez en las calles. Nuestras vidas se compaginaron, ayudábamos durante todo el día en las jornadas de libre asociación de la universidad, nos entre mezclábamos con dirigentes, colaboradores de izquierda, opositores y artistas plásticos que denunciaban a las organizaciones paramilitares de extrema derecha, que en nombre del peronismo, secuestraban y mataban a estudiantes, militantes y a toda aquella persona que se considerara comunista o estuviera en contra del régimen. Pero por las noches solo éramos nosotros dos hablando del repudio que le teníamos a las manías del peronismo, y sobre todo, de la esperanza que teníamos de cambiar el mundo, pues para ese entonces aún nos parecía posible.
La democracia volvía después de ochos años de gobiernos militares, creíamos que había fe y procesos de justicia futura, nos sentíamos preparados, nos sentíamos fuertes, nos sentíamos vivos. Sin embargo, estábamos muy equivocados y nuestra idea de justicia estaba aún más alejada de lo que queríamos creer. Al año siguiente desaparecieron a Fernando y a diez colaboradores más de nuestro círculo de estudios libertarios, yo estaba hecha percha. Aun así, tomé fuerza pensando en las últimas palabras de mi viejo y seguí adelante con todo el dolor de mi mundo atravesando mi pecho.
Ya era 1974 y la mayor motivación del Estado argentino era arrancarnos cada espacio construido desde la colectividad. Nos vendían terror, disciplina miento social, miedo. Los grupos contrainsurgentes cada vez estaban más cerca de nosotros. Nuestra disidencia era demasiado para el orden hegemónico y debíamos ocultarnos todo el tiempo, ya no podía hablar con mi madre. La última vez que pude escuchar su voz, fue antes de ser secuestrada por el Comando Liberadores de América, la llamé mientras ellos me buscaban dentro de mi casa y antes de poder responderle me encontraron. Ella solo pudo escuchar mis gritos de auxilio sin poder hacer nada por mí.
La muerte que nos esperaba nunca fue planeada para ser rápida y sin dolor, nuestra muerte estaba planeada bajo la lógica de distribución de mensajes, es decir, dar a nuestra muerte un aspecto simbólico para el uso de la violencia que Argentina todavía viviría unos años más a flor de piel. Ellos determinaban donde empezaba y termina nuestra libertad, ellos decidieron arrancarme la vida, no sin antes denigrarme y marcar mi cuerpo con sus repugnantes manos. Creían dañar nuestra susceptibilidad al llamarnos traidoras, infiltradas y comunistas, y aunque a nosotras nos daba igual, lograban denigrar nuestra colectividad para legitimar nuestra muerte una vez más. La humillación era su práctica favorita, no solo bastaba con nuestra muerte, ellos siempre se encargan de exponer nuestros cuerpos. Los cadáveres eran retomados como un mensaje de destrucción física, moral, que hacían interiorizar a la población civil sobre la represión y el futuro que les esperaba si decidían apoyarnos. Éramos consideradas un agente infeccioso, una plaga, porque la curación anatómica solo podía ser otorgada mediante la muerte. La visibilidad pública de nuestros cuerpos tenía como fin, disciplinar al tejido social y a la población en general. Los actos de violencia gestados por los escuadrones de la muerte de la Argentina, respondían a una lógica represiva de Estado que pretendía preservar el orden social. Su nacionalismo anticomunista era la justificación para salvaguardar la nación, siendo así los disidentes merecedores de la muerte. Para ellos, nuestros cuerpos acribillados, desmembrados, maltratados, golpeados y machacados, solo eran gestos discursivos. Querían invisibilizar la resistencia, la cual nos hacían creer terminada al mirar los cadáveres de nuestras compañeras, pero para nosotras su firma nunca era una limitante, porque la muerte era para nosotras una idea subversiva, solo era una chispa que avivaría el fuego de nuestra libertad. No resistí y lloré por pensar que le fallaba a mi viejo al no seguir rebelándome. Era 1976 y mi muerte fue lenta y dolorosa, me golpearon hasta romperme cada hueso, los trastornos y los atracos afectaron mis vías respiratorias, pero jamás mi voluntad. Quería continuar luchando, pero me quebraron los pulmones y ya no podía tomar oxígeno del aire, mi torrente sanguíneo cesó y mi cuerpo se desvaneció, convulsionándose en el suelo durante 25 segundos. Al final lo que terminó por matarme no fueron mis múltiples enfermedades, no fue el dolor en mis huesos, ni en mi alma, no fue la exhibición de mi cuerpo tirado y descuartizado en la puerta de mi madre, no fue la obstrucción del aire, no fueron los golpes con palos, no fue el sonido de mi brazo quebrantado, no fue el golpe a mis costillas, no fue la infección de vías respiratorias, porque desde la clandestinidad, yo ya padecía dificultad para respirar, para hablar, para vivir y no fue mi orientación política, fue el escuadrón de la muerte de la Argentina.
Antes de morir no veía cabezas destrozadas por los balazos tiradas a mis pies, no recordaba la piel de aquellos a quienes les arrancaron las piernas y los brazos, no veía los centenares de cadáveres irreconocibles. Solo lograba ver a mi viejo sabiendo, que nuestro espíritu combativo no moría. Hablaban de querer una limpieza política, pero no paraban de manchar el territorio de sangre inocente.
No éramos iguales y jamás lo seremos, nosotras vivíamos cada día con fe en un mundo mejor y ellos, apoyados por elementos de la fuerza de seguridad, vivían tranquilos, pero nunca libres. Lloré una vez más porque me consideré una persona comprometida con la lucha y me sentí mal por disfrutar de mi muerte, y yo solo lloré nuevamente.
Sobre Karla Corona:
Generación 2017, CELA. Me interesa ayudar a la creación de mejoras publicas y privadas, proporcionando herramientas
concretas del conocimiento, sobre el
desarrollo socio-político cultural en América Latina.
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