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Ecos

Por: Pamela Fuentes


Hay sonidos que son sentencias, como el canto de los pájaros de pecho rojo que lleva la buena suerte, el grito de las chicharras que anuncia la lluvia o el lamento del perro cuando huele que la muerte está cerca. A diferencia de estos, el sonido de mi voz es insignificante. Por eso sé que no me escuchas. Hablar me tranquiliza y si te nombro es sólo porque es más fácil reclamar a quien no replica.

Es media noche, afuera hace frío y el perro no deja de ladrar. Hay veces, como ésta, que a pesar del cansancio me resulta imposible conciliar el sueño; entonces empiezo a imaginar cosas, que el viento se vuelve gente y que esa gente podría ser tú, pero el animal, otra vez con su ruido, me confirma tu ausencia. El día que te fuiste sabíamos que algo iba a ocurrir porque él nos avisó.

Desconozco hace cuánto desapareciste; me molesta saber que fue entonces y no antes. Quizá si no te hubiera conocido miraría al mundo con otros ojos; he pensado que podría hasta llegar a amar. No fue así, estuviste el tiempo suficiente para enseñarnos el miedo y luego te marchaste. Aunque nadie conoce las razones por las que lo hiciste, tampoco es algo que haya causado desconcierto; te habías ido antes en tantas ocasiones que tu nuevo abandono no fue una sorpresa, por eso ninguno se alarmó y prefirieron esperar porque creyeron que pronto estarías de vuelta. Sin embargo, cuando eso no pasó, tampoco hicieron ningún intento por ir a buscarte.

Desde entonces no hay un día que no piense en ti, padre, ni tampoco noches en las que pueda dormir en completa calma a causa de tu recuerdo. Aunque debo confesar que con el paso de los años he ido olvidando algunos de tus rasgos. Sin embargo, las manos las recuerdo bien, estaban llenas de cicatrices al igual que tu rostro; la más grande te nacía de la frente y llegaba hasta la nariz, lo que hacía más evidente tu enojo. A pesar que no eras un hombre alto ni robusto, dabas miedo. Mamá decía que nos amabas, mas nunca me sentí querida, sólo conocía tu ira.

No eras un hombre a quien se pudiera amar, quizá por eso el único de la casa que realmente resintió tu pérdida fue el perro. Luego de tu partida el animal no hacía más que llorar, andaba raro todo el rato; estaba inquieto, daba vueltas por el patio, aullaba, rascaba la tierra, buscando algo. Quería irse y lo logró. Debió de haber cansado a algún vecino con su luto porque una tarde lo encontramos muerto junto al nogal, tenía el cuerpo marcado por machetazos y la cara triste.

En su entierro, mamá me dijo que al perro lo habían matado con saña y que son esas ánimas las que luego vuelven a pasearse entre los vivos. Tú decías que los animales no tenían alma, pero estabas equivocado porque el perro sigue viniendo a ladrar a la casa cada noche. A ti te prendo una veladora diario y rezo para que estés tranquilo. No vaya a ser que un día de estos regreses y tenga que matarte de nuevo.


Pamela Fuentes: Nació y creció en la Villa de Zaachila, Oaxaca, México. Escribe narrativa. Es estudiante de pregrado en el Colegio de Estudios Latinoamericanos en la UNAM y también estudia música en la EIMSC. Ha coordinado talleres sobre identidades y género.


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