La ducha Por Alma Ramírez UNAM, FFyL Colegio de Estudios Latinoamericanos
Ya amaneció. Han de ser un poco más de las 8am, pienso. La luz del día que asoma por la ventana, el frescor que entra a la habitación, los pájaros dialogando entre sí, ya les conozco. Me levanto casi por inercia como si supiera de antemano de qué trata el día. Bajo a la cocina para preparar el desayuno y alimento al gato para desayunar juntos. Nos miramos entre el silencio y los bocados de cada uno. Se empieza a hacer tarde para salir a trabajar. Preparo el agua para bañarme, me desnudo y miro de reojo mi cuerpo en aquel espejo que está en mi habitación, me parece que hoy no me veo tan mal pero, prefiero no seguir mirando. Me gusta cómo se siente el agua cuando aún es caliente pero no quema, la siento recorrer mis orejas, bajando a mis senos. Los acaricio mientras el agua sigue bajando por mi vientre hasta los pies. A veces creo que en la ducha encuentro un poco de sosiego ante el resto del día. Un sitio solitario donde a nadie le interesa cómo luce mi cuerpo, ni siquiera a mí. Donde grito si quiero, canto si quiero, río y lloro si quiero. Y nadie lo nota, y a nadie le importa. ¿No es maravilloso? Salgo de bañarme y cubro mi cuerpo de todos esos olores que vienen en los productos de belleza, espero al menos funcionen, aunque muy por dentro no me importa. En el closet asoma un vestido de mis colores favoritos y me lo pongo sabiendo de antemano que al final lo cambiaré por un pantalón. Quiero evitar los murmullos en la calle, los sonidos grotescos que exhalan algunos hombres al caminar, los comentarios de José en la oficina. Ya sé que no tendría que pasar eso, que mis pechos tienen derecho a volar y sentir lo cálido del sol cayendo en ellos, que mis piernas y mi vagina disfrutarían mucho de ese aire de verano si caminara con aquel vestido que tanto me gusta. Y entonces sucede, elijo el pantalón, agarro pronto mi mochila, me despido del gato y salgo. Camino entre las calles de la periferia, pienso que realmente son hermosos aquellos cerros
que conforman la sierra de Guadalupe. Creo que me gusta pensar en eso para olvidar un poco el miedo y la ansiedad que me genera el camino hacia el trabajo, un camino tan azaroso. Tuve suerte de que pasara pronto la combi, pero no paro de poner atención a quién sube, y trato de no hacer notar esa ansiedad que se subió conmigo. Vamos a mitad del camino y siento una mirada, pero no es ni siquiera dirigida a mi rostro, es una mirada entre mis piernas, hurgando, babeando. Siento mucho asco, miedo, cobardía. Es el señor que viene con su hijita sentado frente a mí. Trato de hacerle notar que no me gusta que me mire así, que deje de hacerlo. Ya quiero que lleguemos.
Llego al trabajo y afortunadamente el miedo cesa por unas horas, las disfruto, al menos hasta el día siguiente. José no es tan ocurrente cuando no traigo vestido, pero aún así percibo sus miradas y murmullos con su grupito de patanes. Claro que les sobran miradas y murmullos para el resto de las mujeres en la oficina. Y yo pienso en la ducha y el sonido del agua cayendo, y en lo afortunada que soy de no ser la mujer asesinada de esta mañana. En la hijita de aquél que hurga entre las piernas ajenas, ojalá tampoco nunca le toque ser asesinada. En mi madre, mis amigas, en todas las mujeres que cantan en la ducha, que riegan las plantas, en las que aman la vida, pido porque nunca nos la arranquen.
Ilustración por Alma Ramírez
Alma Ramírez: Buscando formas para sobrevivir al “Capitaloceno” a través de las letras y la pintura. Actualmente curso los últimos semestres de la carrera de Estudios Latinoamericanos, FFyL, interesándome gestiones políticas-artísticas con infancias desde la Educación Popular.
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