Por: Ana Hurtado.
Cascos negros. Uniformes azules y verde olivo. Escudos de vinil. Botas negras de uso rudo entrenadas para resistir a cualquier suelo y marcar gargantas. Sí, hablamos de los mismos de Tlatelolco, Acteal, Atenco, Ayotzinapa y Michoacán. Infunden miedo, golpean, insultan, humillan, matan, se encubren, para luego jactarse de ser ejemplos de ciudadanía civil.
Afuera de una Estación Migratoria, africanos y haitianos protestaban por el trato inhumano que recibían en el país de las dos fronteras, una al norte; otra al sur. Los cascos negros portan un parche en el brazo, GN, entre sus funciones esenciales está la de mantener el orden y proteger a la sociedad, pero el parche GN no es mágico, llevan años haciendo todo lo contrario.
Llegaron a Tapachula, Chiapas para dar soporte a los refugios de migrantes y son los primeros en emprender redadas migratorias. En los grupos de WhatsApp, los funcionarios llaman “limpiezas de rutina” a estos operativos. La consigna es clara «que no haya negros en las calles» a esos hay que llevarlos a la Estación. Las mujeres hacen parada técnica, ya lo saben.
Hasta hace tres años, el negocio de las trenzas en el cabello era de algunos centroamericanos que pasaban cortas temporadas en los estados del Sur, juntaban un poco de dinero para que al abordar La Bestia o andar por otras rutas, los cárteles no los agarraran con las manos vacías. Algunos optaban por quedarse de forma indefinida y comenzaban a emplearse en oficios ambulantes hasta conquistar la confianza de alguien que les ofrecía mejores condiciones de trabajo. Los que se iban, empeñaban sus esfuerzos en ahorrar pequeñas cantidades de dinero en acotados tiempos, algo que les sirviera para algún soborno mínimo o si corrían con suerte, encontrar algún coyote con precios accesible. Perderlo todo en el camino era una opción, y eso quedaba clarísimo desde el momento en que cruzaban la primera frontera.
Cuando los haitianos y africanos comenzaron a llegar al sur de México, el negocio del cabello trenzado rápidamente fue acaparado. Nada podía competir contra la rapidez, variedad de diseños y precios más accesibles, así que en un abrir y cerrar de ojos este mercado era de ellos.
Los primeros ahorros se invierten en comidas colectivas, la ineptitud de INM prolonga las estadías y con el tiempo el dinero se emplea en rentas comunales. Cuartos donde duermen hasta diez personas, terrenos donde se pueden montar campamentos provisionales, alquiler de casas abandonadas, los primeros barrios en arquitecturas más sólidas que la tela y las varillas. Cada tarde acuden a la Estación, esperando la liberación de sus documentos. Han organizado una bulla, pero no quieren violencia, pues conocen la brutalidad de la Guardia Nacional y los comandos policiales. Han acordado que será una protesta pacífica, sin golpes, sin insultos, lo harán con música, bailando y sentándose en el asfalto caliente. Esperarán con ritmo y con la herida que se abre por el contacto entre la piel y el piso ardiente. Eso y no otra cosa es la espera, sentir como nacen las heridas.
Una vez dispuestos en sus trincheras, los de la primera línea levantan los puños, a la señal le sigue la música que emana de los cacerolazos, algunos bailan y otros se mantienen clavados en el piso, soportando el dolor que se funde con el entumecimiento de las piernas o de alguna otra extremidad. Los cascos negros observan.
El odio ebulle en los ojos. Asco. Súbitos deseos de caerles encima a palos. Enfilados frente a los puños que se alzan al cielo al grito de No violence, No violence, No violence, uno de ellos tuvo la grandiosa idea de imitar un mono, y el pelotón replicó la acción. Se burlaban de las pieles negras
- ¡Cárcel de monos! - dice uno
- y si intentan escapar, a chingadazos los regresamos - contesta otro. Todos ríen. Siguen imitando a los monos.
Movimientos y gestos exagerados, el peso de las botas, de los chalecos y de los escudos de contención se aligeran. Están desnudos y no lo notan. La agresión se ha convertido en un jolgorio donde con cada burla ellos renuncian a la ya de por sí muy cuestionable humanidad que dicen traer a cuestas, pero debajo de esas pieles azules y verde olivo está en lenguaje de las fieras.
Alguien saca su celular y comienza a grabar la fanfarria de los arrogantes cascos negros. Al percatarse, los cascos negros comienzan a perseguir a quien tiene el registro de su ineptitud e inhumanidad. Jalones, empujones, escupitajos, la cámara pierde foco. Se observa un cuadro borroso que va de un lado a otro, pero las voces dibujan lo que está ocurriendo.
¿De qué lado estás, cabrón? ¿De qué lado?
De ninguno.
¿Y entonces por qué nos grabas?
Soy periodista
Los cascos negros se sonrojan. Han sido humillados, las burlas se revierten. Ridículos, prepotentes, impulsivos, los monos siempre han sido ellos. Una mujer de uniforme marino intenta arrebatar el celular, sin conseguirlo, con la cara llena de vergüenza oculta rápidamente la placa donde está grabado su apellido.
¿DE QUÉ LADO ESTÁS?
Ojalá en las Estaciones Migratorias todo se resolviera contestando con absoluta precisión esa pregunta tan sencilla. Si esto se tratara de elegir un lado, nadie desearía estar de ese, ahí con los monos empoderados por la bestialidad de un nacionalismo absurdo. Y, sin embargo, terminamos compartiendo acera, terminamos eligiendo el lado donde haya menos pesar, mirando de lejos como otros ponen los cuerpos en el piso para entonces recibir a la culpa que nos paraliza, la culpa del confort, el imunoprivilegio.
Desde el 2016 se agudizó la entrada de africanos por las costas del sur mexicano. La nueva y muy prometedora ruta del Pacífico se presentaba como una oportunidad única. El mar restaba los peligros que conllevaba atravesar los territorios dominados por sanguinarios cárteles, a partir de entonces la genética de las caravanas migrantes incorporaba nuevas voces. Los monos supieron mantener los secretos del estado genocida que desaparecía indiscriminadamente cuerpos por los que nadie preguntaría.
Durante el 2019 las denuncias por abusos policiales se incrementaron notablemente. De imitar monos pasaron a golpear hombres y a violar mujeres, a cerrar puertas y a convertir centros de estadías provisionales en auténticas cárceles. Los monos de pieles verde olivo son los más peligrosos.
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