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Foto del escritorEquipo Horizontes

Manglar

Por: Ana Hurtado.



El Guasmo es considerado como uno de los lugares más peligrosos para vivir. Está ubicado en el sur de Guayaquil a pocos kilómetros del río Guayas. Su cotidianidad transcurre entre balaceras y asesinatos, es un barrio donde la violencia es anónima y no hay hogar que escape de ella. Es un barrio, pero también es ciudad, y una muy grande- por cierto-. Su paisaje se matiza por el degradado de grises de casas pequeñas, amontonadas y muchas de ellas en obra negra, con lo más básico para sobrevivir: agua y luz, o a veces solo uno de estos servicios. Guasmo ha resistido el apartheid espacial para recordarle a Guayaquil su vergonzoso racismo, pues a pesar de estar en la península fueron reconocidos como parte de la ciudad hasta el 2005.

Después de las elecciones de 1948 la cartografía de Ecuador se redibujó por sí sola, los indígenas, afrodescendientes y mestizos pobres no formaban parte de la nueva democracia impulsada por Galo Plaza. Los padres de Amalia recordaban los discursos entrecortados de Galo que se escuchaban en la única radio del pueblo. Eran oriundos del Valle de Chota, y habían crecido escuchando las hazañas de Martina Carrillo entre haciendas y campos de cultivo, hasta 1964 cuando la Reforma Agraria de Ecuador obligó al campesinado a emigrar a la ciudad. Llegaron en caravanas a habitar los linderos donde el fracaso económico podía anidarse muy bien. Para entonces, Guasmo era prácticamente un pantano con aguas turbias, idóneo para adaptar intentos de vivienda evitando regresar a la precariedad del campo. Los papás de Amalia lograron hacerse de unas láminas y algunas bloquetas con lo cual construyeron un pequeño refugio donde el frío y las lluvias de enero eran soportables.

A Amalia ya no le tocó crecer en una atmósfera libre de olores citadinos, no tuvo el gusto de memorizar los escondites de los ríos, ni comer yucas recién sacadas de la tierra. A sus padres no les dio tiempo de enseñarle a ella y a sus hermanos, cómo criar la chakra, ni cómo peregrinar con las semillas para asegurar las buenas cosechas, ya no pudieron vivir la alegría de los raymis, pues ahora tenían que madrugar para salir a buscar un oficio cerca de Guayaquil.

Los padres de Amalia murieron sin poder volver al Valle de Chota, así que Amalia nunca conoció esas tierras, se quedó en el barrio. Durante su adolescencia se mudaba temporalmente de sectores, ya fuera por trabajo o por algún novio, hasta que un día regresó a casa de sus papás y no volvió a cambiar de domicilio. Tuvo siete hijos, entre ellos una niña por quien sentía un apego más fuerte. Judith fue el soplo de Amalia, en tiempos difíciles la ayudaba a cuidar de sus hermanos pequeños y con eso aligeraba las preocupaciones de su madre.

Judith tenía un padrastro que se encargaba de ellos mientras Amalia cubría sus turnos en la fábrica de camarones de Guayaquil, donde era empacadora. Judith no pasaba mucho tiempo encerrada en su casa, prefería jugar con sus hermanos o vecinos o andar entre las garras de Guasmo. No era una niña problemática. Recorría las esquinas del barrio corriendo con los vecinos, jugando escondites, o simplemente caminando. Su esquina favorita era donde extendían unos hilos, los ataban entre dos postes distantes y tejían redes de pesca mientras contaban las novedades del barrio. Los artesanos la conocían bien y aunque no comprendían la fascinación de Yuri -como la llamaban- por los hilos que formaban un mosaico donde quedarían apresados peces u otros animales que habitaban en las profundidades del río Guayas, disfrutaban escucharla preguntar tantas cosas, siempre distintas.

Por el trabajo de su mamá la casa de Yuri siempre estaba impregnada del aroma de la sal. Un olor bastante extraño e incómodo para algunos, sin embargo, para Yuri esa esencia que se impregnaba en el cuerpo y la ropa de su madre marcaban una clara división entre la calle y su casa. La fragancia del trabajo mal pagado de Amalia era el sello hogareño de Yuri.

Yuri creció entre el escándalo de la música, las risas y los parloteos que cada tarde se escenificaban en las calles de los distintos sectores, así como cada tarde también se añadían nombres a la lista de homicidios por ajustes de cuentas entre pandillas. El barrio es polifónico, las balas no lo son todo, aunque a veces así parezca. El sector donde vive Yuri no escapa de la voracidad del Guasmo

La temporada de lluvias era la favorita de Yuri, las aguas del río Guayas se desbordaban tapizando los suelos de las casas del barrio. Agüita amarilla sumergiendo parte de la península en un tono sepia, cada año alguna nota de prensa cubría la noticia de las inundaciones en el barrio. El agua sucia duraba días estancada, lo único que no le gustaba a Yuri, era que el agua sucia arrancaba el olor a camarón procesado que se escondía en las paredes de su casa, sentía que el agua le quitaba a su mamá, y de inmediato se enojaba. Entonces comenzaba con labores extenuantes para sacar drenar el agua hacia la calle, y luego limpiar el lodo embarrado por todos lados, aquí volvía a reconciliarse con el desastre, y gozaba hacer pelotitas de tierra mojada para aventarlas a sus vecinos y luego inventarse una barricada. Esas municiones de agua y tierra era la algarabía en medio de las crisis que traían consigo cada inundación.

El deseo más extraño de Yuri es convertirse en camarón o ser especialista en camarones, una profesión nada común. Mucha parte de su tiempo lo gasta yendo a las orillas del río Guayas, muy cerca de La Playita. Va de la mano con el hermanito menor que está a su cargo, y mientras contemplan las lanchas, Yuri le inventa historias de peces, pájaros y cuanto animal pase frente a sus ojos. Para ella comprender la vida de los camarones significa descifrar el amor de Amalia. A medio atardecer emprende el camino de regreso. Los pescadores están acostumbrados a la presencia de Yuri, la sonrisa blanca que le resalta la piel negra, con su cabello crespo atado en dos moños desparpajados, los shorts y las chancletas desgastadas, a veces llevando al hermanito entre sus brazos, a veces sola, pero siempre de frente a la inmensidad del agua.

El 30 de mayo, Yuri estaba jugando en la calle. Ese día tenía el encargo especial de cuidar a sus hermanos pues Amalia cubriría turno en la fábrica para liquidar las deudas rezagadas. El padrastro de Yuri llegó a la casa, se aproximaba desde esquinas atrás, y mientras Yuri jugaba alcanzó a verlo. A lo lejos su padrastro le hizo una señal para que se acercara a él, antes de acudir a aquel llamado, Yuri se cercioró de que sus hermanos se quedaran con los vecinos, todos juntos. Fue corriendo donde el padrastro esperaba por ella, le dijo que Amalia le había encomendado una tarea, ante lo cual Yuri no expresó desacuerdo. Mientras caminaban Yuri comenzó a sentir miedo, se percataba de la distancia que la separaba de sus hermanos por el gran conocimiento que tenía sobre el barrio. Intuyó que se dirigían al río, y eso la reconfortó un poco. Tenía razón, habían llegado al río. Su padrastro comenzó a arreglarle el cabello, a sacudirle la ropa y a limpiarle la cara.

-¿A dónde vamos?

-A un paseíto por lancha

-¿por qué no vinieron mis hermanos?

-Porque no cabemos todos en la balsa

Yuri conocía tan bien esa orilla, no había pescadores a la mitad de las aguas, ni estaban los artesanos de redes, ni las motonetas donde se paseaban lo malhechores. Guasmo le había enseñado que cuando las garras se suavizan hay que salir corriendo.

No le dio tiempo, porque apenas estaba pensando en armar una rabieta cuando llegaron unos hombres, su padrastro le apretó el brazo para truncar su intento de escape. Intentó zafarse, pero fue en vano, en el piso vio cómo se acercaban unas sombras. Un ajuste de cuentas. Su padrastro debía más dinero que Amalia y la pandemia de la neumonía atípica le había cortado toda posibilidad de conseguir ese dinero de forma legal. El padrastro no tenía ni un gramo de cariño hacia Yuri, pensaba que le estaba haciendo un favor a los hermanos, y uno más grande a Amalia, a quien le quitaba el peso de preocuparse por ahuyentar los cortejos en la adolescencia de Yuri.

Se llevaron a Yuri y el padrastro salió del Guasmo. Con las deudas saldadas no había nada más por hacer en aquel barrio tan soso. Se llevaron a Yuri, se la llevaron del patio de su casa, de la orilla que tanto le gustaba contemplar, se la llevaron del barrio que se matiza de sepia después de las tormentas. Se llevaron a Yuri, y con ella el olor a sal de hogar, se llevaron un poquito de Amalia.

Cuando su madre volvió a casa notó que los vecinos estaban reunidos en la calle y los niños replegados en las casas, una escena poco usual. Al acercarse, una vecina la abrazó y le dijo que Yuri no aparecía desde la tarde. Ya habían buscado en distintos sectores, habían organizado brigadas que iban gritando su nombre y tocando en las casas preguntando por la niña. Solo tenían un único dato, la habían visto con su padrastro, el mismo que llevaba días sin pararse en casa. Amalia se llevó las manos a la cara y por primera vez percató el penetrante olor a sal que supuraban sus palmas. No contuvo el llanto, ni la desesperación…y no era en valde pues estaban en el Guasmo.

Pasaron nueve días hasta que tuvieron noticias de ella. Apareció escasos metros del lugar donde soñaba cosas bizarras, cerquita de los esteros de un manglar, un bioma que comparte cualidades con los camarones, como la alta resistencia a la sal. La agüita amarilla le devolvió a Amalia el cuerpo de Yuri. La droga había reventado las entrañas de la pequeña. Pusieron su cuerpo en una barca de madera y la abandonaron en medio de los manglares. El río Guayas devolvió a Yuri a su sitio favorito para que pudiera despedirse de su madre, su casa, sus hermanos…y su barrio.

Escupió el secreto que quisieron ahogar para recordarle a Guayaquil la deuda histórica con el barrio que se forjó a costa de la política colonial. Tal parece que las raíces de ese manglar, en la profundidad de las aguas, se extiende hacia otras mareas y de vez en vez devuelven los cuerpos al punto de comunión entre el agua y la tierra. A veces son las costas del Mediterráneo, otras las playas del Pacífico mexicano, otras los raudales del Chocó, pero el agua siempre devuelve las raíces de la memoria resquebrajada.




Ana Hurtado, CELA generación 2014. Líneas de investigación: afrodescendencia, racismo y estudios socioculturales del Caribe insular.

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