Por Miguel Ángel Escobar.
En la avenida principal de la colonia, entre tantos, hay un puente peatonal, y como es costumbre de las periferias, debajo de las escaleras hay bultos de olorosa basura: pañales usados poblados por moscas gordas y negras que zumban como si fueran pequeños helicópteros, papel de baño dentro de gigantescas bolsas de hule que no impiden que el fétido olor escape de ellas, comida putrefacta casi intacta de esos restaurantes gringos de comida rápida, muchísimas botellas vacías de refrescos y bolsitas plateadas de frituritas que a veces se van volando con el viento, yendo a parar a quién sabe dónde.
Sentada en el primer escalón de la escalera, como si el aroma y las grotescas moscas no le molestaran, se encuentra una mujer de unos treintaipico de años con un bebé envuelto en un rebozo muy delgadito y desgastado. La mujer se mira cansada, con unas ojeras remarcadas como si no hubiera dormido. Con la poca fuerza de uno de sus delgadísimos brazos carga al bebé, y con el otro, alza la mano y la extiende diciendo: Una limosna por el amor de Dios, una limosnita…
Repentinamente un jovencito con uniforme de secundaria que transita por la banqueta, pasa frente a ella, y al escuchar su suplica, suelta una risita burlona mientras niega con la cabeza.
— ¡Qué tontería! Si Dios no existe —susurra—. Si Dios existiera, no estaría pidiendo limosna —dice para sí mismo y sigue caminando—.
La mujer alcanza a oírlo. Baja la mirada hacia el pavimento, pues no se atreve a confrontarlo, sólo reza bajito entre dientes, esperando que el muchachito se aleje para poder volver a recitar su suplica.
La gente circula sin hacerle mucho caso a la mujer y a su hijo, la mayoría prefiere hacer como que no los ve, y quienes no lo hacen, los miran con lástima, compadeciéndolos. Después de algunos minutos, se acerca a ella una señora con el cabello teñido de rubio que deja a su paso un tufo potente a perfume barato y lleva consigo una bolsa de mano en versión pirata.
— Eres muy joven, muchacha, en lugar de estar pidiendo dinero deberías de ponerte a trabajar, ¿qué le vas a enseñar a tu hijo? ¿a tener dinero fácil? Échale ganas —le sugirió —. No te voy a dar dinero, porque te vas a acostumbrar a que la gente te dé —y continúa caminando hasta subir por completo las escaleras, y desaparece junto con el tan hostigante aroma de su perfume—.
La mujer reza quedito el Padre Nuestro cuando la gente deja de pasar por donde ella se encuentra, alternando con besos y caricias en la frente de su bebé.
Una hora ha transcurrido y el sol ya comienza a calar, es entonces que se dispone a sacar de una mochilita que tenía guardada 0entre ella y su bebé, una botella de refresco sin etiqueta, llena de agua simple. Sirve un poco de agua en la tapita de la botella y se la da a beber a su hijo, luego ella también bebe, pero directo de la botella, y reanuda sus monótonas súplicas con la palma de su osuda mano mirando al cielo.
Después de un buen rato de seguir pidiendo “una limosnita” a los transeúntes, baja de las escaleras un joven alto de cabello oscuro con un portafolio de piel colgado al hombro, que, al percatarse de la presencia de la mujer, la observa con atención. Mete su mano en su portafolio, saca de ahí un libro, y del libro, una hojita blanca, y se la da.
—Está cabrón, ¿verdad? No te desanimes —la alienta, alejándose con una sonrisa dibujada en el rostro luego de entregarle el volante que en letras grandotas dice: ¡OTRO MUNDO ES POSIBLE!— .
Cada vez el calor cala más y más. Asimismo, la paciencia de la mujer se evapora poco a poco, como el agua del negro charco que está en la orilla de la banqueta. Vuelve a darle agua a su hijo para que no se deshidrate. En eso, una niña que va corriendo por la banqueta con su mochila en la espalda, se detiene de un solo golpe al ver a la mujer con su bebé en la escalera del puente.
— ¿Cómo te llamas? —le pregunta la niña, sin ningún pudor—.
— Laura —le responde entre titubeos—.
— ¿Y tu bebé?
— Alfonso, pero de cariño le digo Ponchito.
— Está muy bonito, ¿y qué están haciendo aquí?
— Gracias, tú también estás muy bonita. Pues… estamos pidiendo una ayuda a la gente, porque no tenemos dinero —suelta un suspiro—.
— ¿Y por qué no tienen dinero? —le pregunta con gran inquietud—.
— Pues es una historia muy larga. Me corrieron de mi trabajo y ahora no encuentro otro. Todo por no estudiar.
— Yo por eso voy a estudiar mucho, para que nunca me corran de mi trabajo.
— Haces bien en querer estudiar mucho. Mi mamá siempre me dijo que estudiara, pero la situación era difícil, y estudiar no paga la renta ni compra comida —se detiene a pensar un instante—. Bueno, aunque parece que no estudiar tampoco lo hace.
— ¿Ya comieron? Yo voy a casa de mi amiga Rosa, y en mi mochila traigo un sándwich que me hizo mi abuelita. Si quieres lo podemos compartir.
—No, ¡¿cómo crees?! Es tu comida.
—Mi mamá siempre me dice que debo compartir mis juguetes con los niños que no tienen, yo creo que ha de ser lo mismo con la comida —rápidamente se quita la mochila de los hombros, la abre, y saca de su interior un sándwich cubierto por una servilleta blanca. Retira tan sólo un poco de la envoltura, le da un pequeño mordisco a la esquina del pan, e inmediatamente le entrega el resto—. Toma, para que coman.
La mujer duda un segundo en aceptar el regalo, pero finalmente extiende su mano para recibirlo de las diminutas manos de la niñita.
—Te lo acepto sólo porque Ponchito no ha comido, nada más hemos tomado agua. Muchas gracias —le dice mientras le sonríe, proyectando con su mirada un sincero agradecimiento—.
—Bueno. Me tengo que ir, porque voy a hacer tarea y a jugar con Rosa, y ya es tarde. ¡Adiós! —y enseguida sale disparada a gran velocidad al edificio de ladrillos rojos que está a unos metros—.
—Adiós —le responde gritando con debilidad—.
Minutos después que la niña se fue, la mujer le da con mucho cuidado a su bebé, trocitos de pan y traguitos de agua en la tapita de su botella, ella también come un poco, pues parece que en cualquier momento puede desvanecerse del hambre. Alista sus cosas, se levanta de su incómoda posición y camina hacia el norte, difuminándose así poco a poco en el horizonte tapizado de smog.
Al final de todo, me quedo pensando, y es que me es imposible tener claro quién fue de menos ayuda a la mujer y su pequeño hijo, el jovencito que no cree en Dios; la señora que no le dio dinero y en su lugar le dio un consejo que nunca pidió; el intelectual bienintencionado que le dio un panfleto… o yo, que, a fin de cuentas, me he limitado llanamente a escribir lo sucedido.
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