Por: Adán Bravo.
Llegaste de la terminal de autobuses buscando hacer una pausa para dar un respiro. Entraste al primer lugar que se cruzó en tu camino, un bar de mala muerte. Afuera dejaste el arrullo de los autos, el olor a alcantarilla y las paredes con grafitis. Adentro el lugar no estaba mejor iluminado, una luz roja deambulaba y encendía los cuerpos de quienes, como tú, se detenían ahí: a bailar, a tomar un trago, a renunciar, por unos minutos, a su soledad... Con los ojos cansados y las maletas bajo el brazo, chocando con algunos banquillos, sintiendo la escalada de un mareo provocado por el humo excesivo de cigarros encendidos a la vez y una luz estrambótica, lograste sentarte en una mesa sucia, con aureolas líquidas, huellas de vasos sudorosos y etílicos, y servilletas arrugadas a medio usar. Todo parecía indicarte que ese día había sido un desperdicio de perfume. Paseaste la mirada por el bar, viste a esa persona, distante incluso de su grupo de amigxs, agradable, bailando como si estuviera el lugar vacío, sin importarle la opinión de los demás ni reparar en las miradas que engendraba, ni si quiera la tuya.
Sientes su mirada desde la pista, no te incomoda. Te punza la curiosidad por su manera de vestir y sus maletas. Esperas a que acabe la canción, entonces, disimulas un rato. Intentas escuchar las conversaciones de tus amigxs, te aburren. Ahora hay alguien que te interesa más. Huyes hacia su mesa, con una sonrisa que va creciendo de la mano con tus nervios, a cada paso.
Casi crees que no podrás hablar, le devuelves esa sonrisa que te parece tan única como hermosa. Se te adelanta al hablar, mostrando desenvoltura y seguridad en cada palabra.
-¿De dónde vienes?
-De Veracruz... pero no creas que soy de allá, fui de visita.
El mesero pasa a un lado y le pides un vodka con jugo de arándano, con mucho hielo, antes de que se te salga el corazón. El lugar parece que está ardiendo y crees, con toda certeza, que te has sonrojado. Te parece que tiene pinta de cantante, no querrás dejar de ver esos ojos en toda la noche, son unos aros de miel bañados de luz alrededor de unas pupilas dilatadas, oscuras como charcos.
Tomas de tu tequila con limonada hasta vaciarlo, de los hielos no quedan ni el vestigio y pides una botella de lo que más le gusta. Se hacen las preguntas obligadas con las respuestas obligadas acompañadas del "¿y tú?" también obligatorio. Pero todo eso no importa nada, el volumen de la música es tan alto que hablan con las caras casi pegadas. Sin motivo sientes inquietud. Decides hacer algo, sin perderte una palabra de lo que dice, acercas una rodilla y le das un ligero toque a su pierna, como si posaras tus labios, lo permite, no aparta sus piernas, entonces, decides poner la mano en su muslo y acariciar un poco.
Sientes la humedad por todos lados, por todos lados es excitante, en tu propio muslo pones la mano sobre la suya y te arriesgas a darle un beso... en la mejilla, dos más y voltea el rostro para quedar cara a cara
Sus ojos en los tuyos, y viceversa. Esa mirada petrificaría a cualquiera. Sientes la suavidad de sus labios. Abres la boca.
Adivinas lo empapada que está su lengua, la emoción es demasiada que ya no pueden ponerle un límite, entonces dices:
-El hotel está por mi casa.
Se ponen de pie, sus manos se encuentran de inmediato. Te llevas la botella que no se acabaron con la otra mano, como si necesitarás un trofeo o un "souvenir" de esa noche, algo que avale que todo eso pasó.
Van por la calle riendo, no saben de qué pero se ríen, como dementes, con grandes carcajadas. Te preguntas si acaso lo causa el amor que perpetró en sus mentes o, quizá, rebasaron los niveles de alcohol que sus cuerpos aguantan. En cada faro hacen una pausa que quisieran alargar hasta el infinito para darse un beso.
El deseo es tanto que cuando llegan, después de vagar por aquellas solitarias manzanas, te dan ganas de besar la alfombra del motel. En la recepción un sujeto de aspecto simiesco te dice el costo, parece que nada le sorprende. Al subir tres escalones, de cara a un corredor flanqueado de puertas, se adelanta un poco, entran a la habitación y se va directo al balcón.
Te sorprenderá que esa noche se vean estrellas en la vieja y contaminada ciudad. Lánguidas como el fruto que va a caer de la rama de un árbol, los cuatrocientos muchachos, vecinos de años luz, escuchas algo que te dice y que te trae de regreso a esa habitación de hotel tres estrellas, sucio y escondido en la boca de la urbanidad.
Sacas una cajetilla de cigarros aplastada, con justo dos cigarrillos, acomodas uno en su boca y tú lanzas al aire el otro y lo atrapas como si fuera una pastilla. Acercan sus caras para encenderlo con la misma llama del encendedor. Tratas de presumir un poco, te sale una voz serenísima, mostrando tu cultura con el dedo apuntando al firmamento:
-Los tres granos primordiales del maíz o el cinturón de Orión
-¿Los reyes magos?
-Sí.
Te ríes hasta enseñar los dientes brevemente. Tus manos van a su cintura, sin resistencia su cuerpo va al tuyo, reanudan el contacto de sus labios, ahora sin freno, sin preocuparles el "qué dirán". Los prejuicios de los demás se quedaron detrás del marco de la puerta.
Le pones tu palma en medio del pecho, cada botón que te encuentras quisieras desaparecerlo, los desbrochas, y cada cierra que cruza tus dedos, lo bajas.
La ropa les estorba, decides ir primero, entras del balcón a la habitación con los pies desnudos y dejas en el suelo todas las prendas que vestías sin excepción. Le dedicas una mirada felina, la del tigre a punto de rugir, y te dejas caer en la cama.
Aún no te despegas de esa botella, la recargas en las colchas. Das un beso, luego, te pones encima, también libre de telas.
Con tu cuerpo empujas la botella que rueda y que la detiene la alfombra con un sonido sordo.
Sentían que sus cuerpos iban a fundirse en una sola sustancia. La memoria les fallará y no sabrán si hubo gritos dentro de la habitación... menos palabras de amor. Exánimes, se recostaron, sus cuerpos hechos nudos sobre la cama. Durmieron en alianza.
Te despierta la luz blanca de un nuevo día que te llena los ojos, que te quema las pupilas. El aire helado que entra por el balcón te obliga a levantarte. Después de cerrar el balcón notas que la cama está vacía. En el suelo sólo hay pertenencias tuyas; recoges tu ropa interior y empiezas a meterte en ella. Piensas que quien entró contigo la noche anterior está en el baño, pero no sale ningún ruido de ahí, comienzas a pensar lo peor. Instintivamente –tal vez, hasta absurdamente- revisas debajo de la cama, estiras tu brazo y con la punta de los dedos tocas la piel fría y vidriosa del cuerpo a medio morir de la botella de la noche anterior. Después de sacar aquel envase te sientas en la cama, revisas con la mirada la habitación. No encuentras ni tu propio rastro. Miras por la ventana del balcón que todavía tenía las cortinas abiertas. Ves algo. Sonríes.
Sobre Adán Bravo:
Estudia Estudios Latinoamericanos en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado en el LL Jornal del Ph.D. Program in Latin American, Iberian and Latino Cultures de la Universidad de Nueva York. Obtuvo mención honorífica en el Primer Concurso Nacional de poesía "Rubén Bonifaz Nuño".
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