Por Greta Violeta Nuño Castillo.
“¿Entonces qué pinche madre voy a hacer metido en mi casa, cuando mis hijos necesitan comer? El gobierno hijo de la chingada no nos va a ayudar en nada, ¿quiere que nos muramos de hambre o qué chingada madre?”, reclamaba con tono furibundo y expresión colérica don Armando, mientras sostenía un lazo de la lona que cubría su pequeño puesto de calcetines blancos. Aquel pequeño “changarro”, como decía don Armando, estaba hecho de tablas de diferentes tamaños, y tenía dos niveles donde se mostraban los calcetines amontonados. Encima de aquellos calcetines se mostraba un pequeño cartón que tenía escrito “Llévele llévele. El par en 4 pesitos, 4 pesitos nada más”.
Era un jueves por la mañana, diferente a los demás. Este jueves figuraba la tétrica realidad de un barrio que, sostenido por el comercio, comenzaba a padecer la calamidad de un virus que en pocos días había cobrado la vida de muchas personas, y junto con ello la vida social como se conocía. Hacia dos jueves atrás se podían apreciar bastantes estructuras de puestos sobre la explanada de Toltecas, el mero corazón del barrio; también se veían hombres y mujeres que se ganaban la vida acomodando la estructura de los puestos, y colorando el paisaje con lonas de diferentes colores que cubren a dichos puestos. En el local de migas “La Güera” se escuchaba alguna canción tropical y esta se combinaba con el sonido de los tubos de puestos, y uno que otro grito o chiflido con el que se comunicaban las personas que ponen los puestos. Ahora se mostraba solo y sombrío, como si se hubiera borrado cualquier indicio de la existencia del comercio en el barrio. Ya ni los martes parecían tan tristes como ese jueves.
En la entrada de la vecindad “el 10”, como le llaman, se apreciaba la presencia del hijo de doña Luisa, lavando el lugar donde todas las mañanas vende junto con su mamá, quesadillas y café, desde hacia más de 40 años. Todas las mañanas se puede apreciar a la señora Luisa sentada en una silla, ubicada a lado de un nicho de la virgen de Guadalupe que yace dentro de la vecindad. Ese jueves no estaba ella, ya que como lo mencionó su hijo tiempo después, “la pinche enfermedad está matando a los abuelitos, y mi mamá ya está grande. Uno como sea, jodido pero hay menos probabilidad que me de esa enfermedad”. Dentro, la vecindad por ser temprano figuraba como todos los días, los vecinos aún no se despertaban y la única actividad que se podía escuchar era la de mis padres preparándose para poner el puesto, teniendo la esperanza de poder vender algo y no tener el infortunio de contraer covid.
El día transcurría diferente, se escuchaba, sentía y veía la poca esperanza que algunos comerciantes tenían por “persignarse” y poder tener un dinero con el cual sustentar su hogar y la poca inversión que podían hacer. Tras haber cerrado varios mercados y plazas, por decreto del gobierno de la Ciudad de México, mucha gente evitaba entrar a Tepito, ya ni decir Tepito, no se aceraban ni a las calles aledañas que rodean el sureste del barrio. La incertidumbre de saber si sería el ultimo día que se permitiría sacar, ahogaba aún más la esperanza de poder juntar algo y poder “descansar” en la cuarentena. Lo que es cierto, es que desde ese momento muchos comenzaban a darse cuenta de que la cuarentena solo la podían vivir aquellos que, como mencionó Jaime un vendedor de churros: “tienen un chingo de dinero y tienen un chingo de gente trabajando para ellos”.
Los pocos clientes que se veían transitar por las calles del barrio mostraban su descontento y temor por que las autoridades no les llegasen a quitar su mercancía, ya que a muchos iban de otras partes del país y les habían prohibido sacar en su local ubicado en algún mercado o plaza. La idea de la inexistencia del virus que ha acechado la vida de mucha gente, ese día fue constantemente presente en las conversaciones que mantenían los clientes con los comerciantes. Era común escuchar expresiones como “El covid no existe, el pinche incompetente de ´Amlo´ solo lo está inventando para chingarnos. Todo es puro teatro como lo de la influenza, por eso no hay que creer en nada de lo que dicen estos culeros”. A sabiendas de lo que muchos clientes que llegaron a expresar su inconformidad y su incredulidad por la pandemia, la mayoría habían sido despojados de su mercancía y de su lugar de trabajo.
Hasta ese día fue que se comenzó a extrañar hasta el más mínimo ruido que emitían los vendedores de discos, con su cumbia sonidera o con la salsa de antaño de Las Estrellas de Fania, La Sonora Matancera o Frankie Ruiz. También se extrañaban los gritos que daban algunos diableros cada que pasaban apresurados y queriendo hacer a un lado a la mucha gente que estorbaba en los pasillos, y que a veces resultaban molestos porque mucha gente se pegaba a la mercancía y teníamos que cuidar que no se robaran nada. Todo aquello cotidiano por más chocante que pareciera, se extrañaba.
Ese jueves por la tarde noche, surgió una conversación con la señora Lola, una vecina que vive en “el 10”. Entre pláticas mencionaba, con aspecto desesperanzado y cansado que “no sé de qué manera voy a poder mantener a los pinches huevones de mis hijos y a mis nietos, siendo que yo y mi hijo el más grande somos los únicos que trabajamos”. Lola tiene tres hijos y tres nietos. Los siete viven en un pequeño departamento que mide menos de veinte metros cuadrados. Ese pequeño lugar es lo poco propio que tiene. Le fue heredado por su madre, doña Concha, que al morir les heredó una pequeña parte de su departamento a sus cuatro hijos, por lo que el lugar donde vive Lola y su familia es la parte que les tocó de dicha herencia.
Después de terminar la jornada de trabajo, mientras caminaba por la calle de Rivero, pude leer una vez más un pequeño mural que se encuentra en la entrada de la unidad habitacional “La Fortaleza”. El mural se puede apreciar pintado sobre una pared de tabique rojo y se mantiene escondido entre las lonas y el ajetreo cotidiano. Este mural, que ha estado ahí desde aproximadamente diez años y que había leído incontables veces, por primera vez tenía un gran sentido cada una de las palabras que lo conforman: “A Dios le debo la vida, a Tepito la comida”.
Con demasiado cansancio emocional, me surgió la necesidad de platicar con mis amigos y mi pareja, acerca de la cruda realidad que nos ceñía, una realidad que estaba y está disfrazada de una individualidad cuya característica es la fragmentación y la descomposición en las relaciones que establecemos. En esta realidad las formas colectivas no son válidas. Esta es una realidad que ya existía incluso antes de esta pandemia y que los estragos de todo aquello que nos ha vuelto indiferentes, nos dañaba y daña más de los que imaginamos.
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