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Esteban Gutiérrez Quezada

La realidad imperfecta


Hace ya un par de semanas que mi papá tuvo un accidente automovilístico en el que no sufrió mayores daños. Llegó a la casa maldiciendo contra su camioneta, contra el coche de adelante que no tenía las luces de freno, contra la bolsa de aire. En la cara de mi mamá, siempre aquejada por alguna preocupación, pude notar, durante todo el día, una ausencia total del presente y el lugar. Me di cuenta que se estaba imaginando un escenario donde el accidente hubiera sido grave, con mayores pérdidas. «Si mi mamá fuera escritora», pensé, «todo lo que trae en la cabeza podría convertirse en un gran cuento».

Los seres humanos no podemos pasar veinticuatro horas sin fantasear, sin salir de nuestra realidad inmediata para vivir otra, cercana o distante, posible o imposible, profunda o superficial. Todas las veces que nos imaginamos una situación que no es, con acciones que no pasaron, aun cuando éstas pudieran ocurrir en el futuro, estamos colocando el germen del árbol frondoso de la ficción, esa extraña condición humana que es la esencia de los mitos, las fábulas, la oralidad y la literatura. De alguna manera misteriosa no podemos escapar de ello, es una actividad tan intrínseca que permea todos los aspectos de nuestras sociedades, desde lo trivial y cotidiano hasta las esferas más complejas de la cultura, la organización social y la política. La realidad «real» es tan imperfecta —incluso cuando ella es benevolente— que nos vemos obligados a inventar unas distintas.

Por supuesto que este quehacer, inventar y contar historias, también tiene que ver con el tópico «utopía», ese lugar que no está en ningún lugar, que carece de geografía y de historicidad, en cual se alcanza una sociedad perfecta, sin mancha, lejana de todas las existentes. La Patria Grande soñada por Bolívar, nombrada por Ugarte y defendida por muchos latinoamericanistas también pertenece a ese orden, el del escenario irrealizable que, aunque enmarcado en el mundo de lo posible, está tan recubierto de ficcionalidad como lo están nuestras mejores novelas.

Así como inventamos otras vidas por la necesidad de salir de la única en la que estamos confinados, el integrador latinoamericanista inventa un porvenir histórico para nuestras sociedades, las libera de su condición dependiente, les construye una identidad común y las emancipa de todo intervencionismo extranjero (a diferentes niveles, por supuesto: los radicales nos liberan de cualquier injerencia cultural, hasta el punto del absurdo).

Es verdad que como decía Galeano —el gurú literario del latinoamericanismo— la utopía es el horizonte que nos permite seguir caminando, que nos previene del estancamiento, de la resignación, y que ese llamado por la construcción de una América más justa, más digna, más libre, ha dado sujetos históricos extraordinarios gracias a los cuales nuestras sociedades han avanzado grandes distancias en materia social, cultural y artística. Pero también es verdad que cuando el orden de la ficción, en vez de conjugarse armónicamente con el de la realidad, intenta reemplazarlo de manera violenta (como quien dice, sin poner pies en la tierra), la utopía puede ceder lugar a la distopía, acaso involuntaria, revirtiendo el efecto y sembrando así mayores ansias ficcionales de libertad (los mejores ejemplos tal vez sean Maduro y Correa, con sus múltiples contradicciones y la fuerte resistencia que sus proyectos han generado).

Pero contar cuentos —inventar mundos, imaginar utopías— es una actividad muy sana, cuando se hace bajo un proceso comprometido de autoanálisis, tomando siempre en cuenta que los universos que nosotros construimos no siempre van a ser compatibles con los otros universos inventados. Sobre esa delgada línea entre lo nuestro y lo ajeno se yergue, frágil y nerviosa, toda la libertad posible.

El saber latinoamericanista también trabaja con ficciones, y acaso América Latina sea la más grande de todas ellas. En ese ejercicio imaginario que anima nuestro conocimiento histórico, económico y antropológico está (o puede estar, para algunos de nosotros) el sentido de la vocación multidisciplinaria, el esfuerzo inconmensurable por convertir en realidad, a través de reflexiones teóricas o actividades prácticas, los mundos que se nos presentan imposibles. La manera más responsable que tenemos para desquitarnos de la imperfecta realidad.

Estudiante de la generación 2014

Temas de interés: la literatura como proceso cultural (análisis desde la antropología), la relación de la literatura con la sociedad de consumo.

Se desempeña como asistente de la profesora América Malbrán Porto en las materias "Historia de América Precolombina" y "Etnias contemporáneas" .

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