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Esteban Gutiérrez Quezada

Arlette de ojos verdes o de la ética hacia los animales


La primera vez que vi a Arlette, una mañana de agosto hace un par de años —no tenía idea de que se convertiría en una de mis mejores amigas—, el color diáfano de sus ojos me hizo pensar erróneamente que se trataba de una persona ciega. Un verde extremadamente claro que casi se vuelve gris si no te fijas con atención. Lo cierto es que durante muchos meses ese fue mi único punto de partida para referirme a ella, el color de sus iris (¡ella, la chica de los ojos verdes!), hasta que el pasado 28 de abril se celebró en nuestra Facultad de Filosofía y Letras el Primer Congreso «La bioética y los animales», organizado por el Programa Universitario de Bioética. Entonces me enteré de que a Arlette le gustan los animales.

Lo cierto es que hasta ese día yo no me había detenido a contemplar el problema de las especies —la nuestra y las otras— desde la mirada filosófica, y el congreso (y la charla pos-congreso con Arlette) fue extraordinariamente enriquecedor. Descubrí que el tema de la ética animal, además de contar con tópicos polémicos (la tauromaquia, los zoológicos, el tan-en-boga tema del vegetarianismo), aporta elementos para nuestra consideración existencial como seres y entes biológicos, pero también para la reflexión en torno a nuestras civilizaciones. El animal-humano es eso, un animal, dotado con la habilidad de transformar lo que lo rodea (catastróficamente, por cierto) y con la característica —maravillosa para la creación artística— de reconocer otredades, fundarlas, construirlas e inventarlas.

El humano (y con él, el concepto de otredad) no existía hasta que él mismo dijo que existía, que era diferente a los otros animales, cuando la pareja primigenia, cuyos nombres varían según la circunstancia fortuita de la geografía, se atrevió a desafiar al Señor (también denominado Dios o Padrecito, u otras variantes de apodo y temperamento) y reconoció el bien y el mal. La moral es una herencia de la necesidad primitiva de supervivencia, la capacidad de diferenciar lo que nos destruye como especie y lo que nos hace funcionar como sociedad. Construimos unos valores y nos asentamos sobre ellos, rechazando y a veces eliminando todo aquello que los contradecía. Teníamos la capacidad de aferrarnos a ideas y comportamientos que estructurábamos, y los animales-no humanos no, así que los consideramos inferiores. Con el transcurso del tiempo el fetiche pasó de lo moral a lo racional: inventamos la modernidad, dimos nuevamente muestras de nuestro impulso narcisista, entronamos la forma de pensar del Uno sobre el Otro, sobre todos los Otros. En esa medida la racionalidad moderna, heredera ególatra de la univocidad religiosa, impone su fuerza sobre los desposeídos: las mujeres, los pueblos indígenas, la libre sexualidad y, por supuesto, la naturaleza.

La historia humana se ha desarrollado de esa forma. No es que sea culpa de alguien ni que tengamos que sentirnos criminales al respecto, porque estamos aprendiendo, continuaremos en ello. La lucha por cambiar el modelo de racionalidad que impone su fuerza sobre los «diferentes», los Otros por los que somos afectados y con quienes compartimos este astro sin luz propia al que llamamos hogar, debe extenderse a los animales. Ellos también gozan del hecho de su existencia, y la batalla libertaria de los «diferentes» (que lo son, ni más ni menos, por ser iguales a nosotros y a todos) es síntoma de que la realidad mal hecha se va transformando, como ha hecho y hará siempre, en favor de disminuir la violencia entre nosotros y de nosotros hacia el planeta.

Reconocer a los animales como sujetos, poseedores no sólo de derechos jurídicos sino también vitales, a través de una ética responsable que atienda el estado del «diferente», es un paso importante para cambiar el concepto que tenemos de nosotros mismos, para recordar que somos seres vivos antes que seres racionales (mucho antes que individuos capitalistas), que existimos por y a través de la naturaleza en su dimensión cósmica, y que precisamente por la capacidad que tenemos para desarrollar cultura, para reconocer otredades y respetarlas, tenemos la obligación de darnos cuenta de nuestra propia pequeñez.

Siempre que platico esto con Arlette me entra una esperanza extraña de que todo lo anterior llegue. Si justo en este momento de la Historia hemos llegado al punto en que discutimos estos temas los jueves, con pizza y cervezas, entonces creo que hay buenos motivos para pensar que las cosas pueden cambiar. En la lucidez de nuestra insignificancia, social, cultural y biológica (cósmica, me gusta decir), encontramos una forma de la utopía, esa rama de la ficción que se parece mucho a la felicidad.

Estudiante de la generación 2014

Temas de interés: la literatura como proceso cultural (análisis desde la antropología), la relación de la literatura con la sociedad de consumo.

Se desempeña como asistente de la profesora América Malbrán Porto en las materias "Historia de América Precolombina" y "Etnias contemporáneas"

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