“Y esa quietud de la vida no se parecía en absoluto a la paz”
J Conrad.
La semana pasada que pasó algo en el mundo del internet que tenía la gente ansiosa, sucedieron cosas cuando volvía a casa después del trabajo. En el trayecto del autobús me divertía mirando la cara de los demás pasajeros que anclaban sus ojos en su pantallita personal, que parecía contener todo un secreto, del que con complicidad participaban apretando botones para ver si se revelaba alguna esperanza; otros estaban aislados del ruido con sus audífonos, que les cambiaba el ritmo del tedio por un sonido selecto que los hacía tener un rostro distinto a los que nos resignábamos al ruido de la ciudad. Esos rostros, generalmente tristes, son los indicios de donde parto para inventar una historia que nunca escribo, pero al menos me quedo persiguiéndola, fresca certidumbre, de que la vida deber ser rescrita, o no me soportaría.
Cuando bajé del transporte no hubo forma de bordear un charco, todo era una laguna con veleros de chatarra a la deriva. Dispuesto a engañarme, en esos momentos pienso cosas parecidas a: “mojarse los pies es un consuelo para saber que la noche al menos será más cálida”. Para regresar a mi morada tengo que cruzar un puente para peatones, que pasa por arriba de una de las avenidas por la que deberían fluir con más velocidad los coches, pero sólo es la que mayor cantidad tiene. Esos puentes para peatones que tiemblan al paso de un camión, de pequeño era una aventura cruzarlos, sentía la intrépida hazaña de estar en un puente colgante que se hamaqueaba por el viento, de esos que en las películas atraviesan una cañada, y que se debe caminar sin prisa para mantener el equilibrio y que la cuerda que lo sostiene no se rompa, pero también apurado para que no dure tanto la posibilidad de mirar el infinito. De mediano, camino los puentes sin tanto nervio, pero estoy lejos de ser un caminante de la cuerda floja; la intriga la desplacé a otros abismos, y lo heroico se ha vuelto llegar a fin de mes sin deudas.
Subí las temblorosas escaleras del puente y desde el extremo inicial, viendo hacia mí destino se veía por la mitad del puente un bulto tambalearse, como un árbol zarandeado por el viento, o más bien como un forcejeo de cábulas machines que gustan de someterse. El cielo no desistía de su berrido, pero un segundo piso de coches que pasa por encima del de los peatones, formaba un refugio libre de la insistencia de la tormenta. En ese confuso espacio era donde se percibía el misterio, —dos felices bailando en medio del puente me hubiera gustado pensar, de ser un poco más iluso—. Pero no se veía bien y estaba cansado de imaginar. Una catarata de agua que formaba un inestable velo no me permitía vislumbrar el suceso por donde tenía que pasar. Conforme avanzaba, a pesar de mantenerme a la misma altura, sentía a los coches más próximos a mis vibrantes pies, y lo que pasaba con esa mancha detrás del chorro de agua, se convertía en una creciente inquietud que hacía sudar mis manos. Suponía era una de esas impertinentes escenas que tientan a que participes, a que seas ligeramente útil, pero te sientas héroe anónimo, pero si uno evade el mundo: se queda cargando un fardo de cobardía que no se disuelve hasta que queda claro que uno fue un inútil, prudente pero inútil. La lógica prudencial, sugería no arriesgar y suplicaba que me acobardara, diera la vuelta, bajara el puente, caminara cuadras encharcadas, y una vez bien mojado: cruzara puntualmente cuando el semáforo dictara y los coches me lo permitieran. La inercia y la abulia fueron las heroínas que me permitieron proseguir, no diré con valentía, sino con resignación.
Seguí a la merced del destino a un paso tranquilo para actuar naturalidad, como si no me persiguiera la prisa. Los zapatos como los tacones, no me molestan tanto por el pavoneo del que los porta, sino por su cacareo de andar haciendo alarde de los pasos, advirtiendo el trayecto del portador. Yo simplemente quería que mi ritmo fuera el de los pasos discretos y cansados de quien regresa a casa después de una jornada de trabajo, y no desea más que quitarse el calzado, comer caliente, y sentir en la televisión algo de intriga. Pero la lluvia hacía que mis discretos tenis mojados hicieran como pato escupiendo espuma en cada paso que daba, pitorreándose de mi situación. Me hubiera reído si no fuera porque abajo había un río de coches que me mantenía ocupado calculando la respiración, que era el himno de una descomunal certidumbre: no voltear para abajo. Ya no faltaban tantos metros, cuando la figura que había hecho especular tanto a mí mente se percibió con claridad: lo vi y juro que fue diáfana la totalidad de la humanidad por un instante: era un hombre y una mujer cogiendo. Contra el barandal del puente, la gabardina de un hombre bajito se columpiaba, gracias a que se ponía de puntitas y se impulsara como si quisiera despegar; mientras las piernas de la mujer parecían hacer un baile acuático a las espaldas del hombre, como serpientes aferrándose a un tronco. Me incomodaba caminar y saber que tenía que pasar a un lado de ellos. Mi pecho se estrujaba como si fuera a entrar un área prohibida, como si fuera de mal gusto verlos, jodía el mojigato inconsciente, menos me permitía ver para abajo. Entonces volvía a ver al frente como soldado raso, que sabe que no es momento para su anhelada oportunidad de desertar.
Conforme me acercaba se escuchaban las exhalaciones de ella, (el hombre debió estar apretando los dientes para no emitir sonidos). Se movían a un ritmo sin variantes, como si una posición precisa no permitiera aumentar la velocidad, pero tampoco permitía inmutarse por los transeúntes. Parecían raptados, o más bien como si el placer los volviera los dueños de ese espacio. No sé cómo fue que pasó pero mis pasosos empezaron a tener el ritmo de su coito, supongo adopté la cadencia para no hacer contrapunto, quería fingir un paso seguro, como de quien ha visto tantas cosas que tolera las extravagancias, pero no, cada paso vibraba dentro de mí un panal de angustia por desafinar, por profanar un ritual otoñal, pero pensaba tantas cosas tan rápido que también pensé que era una trampa para un atraco, volteé para atrás y no venía nadie. La noche tenía el tiempo congelado para ellos. Seguían cogiendo para donde pensara. Él debía estar viendo los coches en el tráfico, lentos, comparado con el galope que él impulsaba. Él seguramente se estaba sintiendo demiurgo del placer, el músico de los gemidos; ella parecía estar recibiendo una vibración del más allá. Para mí el puente era una eternidad, al estar a unos cuantos metros hacía pasar por mi cabeza la idea de correr, regresaba ese extraño llamado de la gravedad que me sugiere saltar de las alturas, con el que siempre tengo que lidiar. Al pasar a su costado siguió el mismo ritmo, la cara de la mujer sobre el hombro del hombre se inflaba como un globo hasta poner ojos como de pescado en el supermercado, pero no de muerto aunque sea lo más cercano, sino de placer extremo, enterrado en lo más profundo: y luego se desinflaba exhalando un el alivio. Los ojos se quedaban entreabiertos como de virgen piadosa, que ve un sendero y lo puebla de flores frescas por donde va llegar el rayo que calienta su vientre. Entonces pude caminar en paz. La otra mitad del puente fue la desaceleración de mi corazón, y sin voltear la cabeza por alguna extraña razón yo seguía sincronizado a su ritmo.
Lo que sobró de camino a casa me puse de romántico a imaginar las vidas de los amantes. Algo me decía que en ese puente se gestaba la batalla contra los placeres profundamente reprimidos por una vida de timidez y fidelidad; él la había deseado desde que trabajaba en aquél laboratorio, pero se había tenido que conformar masturbándose por años porque ella era tristemente casada; hasta que no sé qué sucedió que se cumplió el sueño de ambos. También jugué con la posibilidad de que eran unas de esas parejas que agotan rápido el placer de formas convencionales, o individualidades caprichosas que cuando el deseo es apremiante no conocen la postergación. Quién sabe.
Llegué a casa cansado, como si hubiera eyaculado mucho hace unos minutos. Prendí un cigarro como lo prenden en las películas, quise encender la televisión pero me quedé contemplando mi reflejo en la pantalla. No sé si alguien en el vecindario estuviera cogiendo, o era el eco del pasado lo que me iba arrullando.
Estudiante de la generación 2012