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Esteban Gutiérrez Quezada

Respuesta a Víctor Manuel Reyes Ávila: la utopía del desagravio


Las utopías son sueños. Sólo que nunca

se sabe quién empieza a soñar.

Herta Müller, Hambre y seda

“La educación (dijiste, querido Víctor, durante tu participación en el Encuentro Nacional de Estudiantes de Pedagogía) es una práctica utópica; es utópica porque su finalidad está en el futuro, lo que pretende aún no existe, sólo se anhela, y esto que anhela son ciertos ideales que corresponden a diferentes variables” (las cursivas son mías). Y vaya que has tocado varios puntos sensibles de mi vena escritora y, ni más ni menos, de mi forma de actuar ante este fenómeno extraño de la naturaleza que llamamos vida. Porque, según la entendemos todos (tú mismo), la utopía es "una creación ficticia que presenta un ideal social perfecto, acabado, inmutable y posiblemente inalcanzable". Entonces, según tú, la educación y los profesionales de la educación –ergo, pedagogos– se dedican a la construcción de utopías o, por lo menos, tienen potencial para hacerlo.

Ni qué decir que tu ponencia ha tocado el punto neurálgico de la transformación social, sobre todo para latinoamericanistas y demás estudiosos de nuestra realidad: ¿de dónde surge la utopía y hacia dónde va? En la primera cita me permití resaltar un par de enunciaciones que, a mi parecer, resultan escandalosas: ¿qué ideales construyen la utopía? ¿Cuáles son esas diferentes variables que, según entiendo, pueden conducir la construcción utópica en un sentido o en otro?

De antemano me disculpo por tales cuestionamientos, pero es imposible no llenarnos de preguntas ante una cosa que, por definición, no existe. Las respuestas, sin embargo, pueden no ser tan complicadas. Es verdad, la educación (y la disciplina pedagógica, por lo tanto) es una práctica utópica porque se enfrenta de lleno a los problemas más profundos que pueden aquejar a una sociedad, es decir, las cualidades que los individuos que la conforman deberían ostentar, y la calidad epistemológica y ética de las mismas. Si esos problemas existen (evidentemente sí, sobre todo en América Latina, donde la ignorancia y la corrupción contaminan cada aspecto de nuestras vidas), es natural que quienes nos sentimos insatisfechos con esa realidad –digamos, los agraviados– busquemos una respuesta y un desquite de otro orden, de capacidades y alcances más abarcadores y perfectos –un desagravio– como los de la ficción, de la cual, por supuesto, la utopía no es más que otra rama frondosa.

Pero también es cierto, querido Víctor, que los procesos educativos se han transformado con la historia, al igual que las utopías que los han impulsado. Algunas de estas fabulaciones, incluso, han dado lugar a lo que vulgarmente llamamos “distopía”, es decir, un lugar indeseable, pleno de infelicidad. No podemos ignorar, mi amigo, que durante su gestación, muchas de estas sociedades execrables (autoritarismos feroces, dictaduras de derecha o de izquierda, fanatismos religiosos mesiánicos) fueron, al menos en la mente de sus creadores, empresas utópicas. Cada una de ellas, de manera semejante a lo que sucede en la imperfecta democracia liberal, desplegó aparatos educativos y generó innovaciones en el campo de la pedagogía con el fin (utópico, desagraviante) de materializar y perpetuar en el tiempo esas ficciones suyas, porque la realidad que les había tocado a sus gestores, en cambio, no les gustaba.

El ciclo, sin embargo, se repite aún en los sistemas educativos cuyo propósito es atemperar la violencia humana y democratizar el conocimiento, como el nuestro (al menos, el que tratamos de construir). Al impregnar de nuestros valores y aspiraciones a quienes son sujetos de la educación, lo hacemos bajo el imperio de la utopía del desagravio, aquella que, consciente de las limitaciones y defectos del mundo tal como es, de la vida tal como la vivimos, busca construir una diferente. ¿Pero acaso no fuimos educados, también, bajo condiciones semejantes? ¿Por qué pensar que nuestra utopía es más coherente que la de aquellos que nos antecedieron? Sencillamente, querido Víctor, no hay utopías que no se conviertan, en cierto momento, en “distopías”, o que, por lo menos, no impregnen a quienes las padecen sin haberla construido de la misma insatisfacción que, eventualmente, será el motor para nuevas empresas utópicas.

Lo que nuestras utopías el día de hoy necesitan, amigo mío, es que llevemos a cabo con toda la vehemencia posible las transformaciones necesarias que permitan que ese proceso de desagravio, de insurrección y crítica permanente ante la realidad, se lleve a cabo en un marco de libertad, respeto y aceptación. Claro que debemos estar conscientes de que dicho ideal encontrará siempre oposiciones, también ideales, voces divergentes como las que han ido transformando la historia humana. Esa es la única utopía posible, la que no se consagra como unívoca y eternamente feliz. ¿La alcanzaremos? Se vale soñar.

Estudiante de la generación 2014

Temas de interés: la literatura como proceso cultural (análisis desde la antropología), la relación de la literatura con la sociedad de consumo.

Se desempeña como asistente de la profesora América Malbrán Porto en las materias "Historia de América Precolombina" y "Etnias contemporáneas"

Twitter: @LordBoreal

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