En mitad de un periodo vacacional más, esta ciudad lucha por no colapsar frente al asedio de relajados y curiosos visitantes interesados en aprovechar la oferta cultural del enorme circuito museístico capitalino. La afluencia parece crecer en visitantes y en dispositivos fotográficos móviles dentro de sus bolsillos. El uso de las cámaras en los museos suele estar regulado en función del valor simbólico o material de las piezas expuestas; las reglas establecidas por el uso del flash o bien por los derechos de propiedad de las mismas delimitan el acto fotográfico y lo acotan al uso más adormecido y extrañamente recurrente de la mayoría de los visitantes: reducir la experiencia a la interposición de una cámara entre nosotros y el objeto mismo.
Visitando una reciente exposición sobre la representación artística de la monarquía hispánica (Yo, el Rey en el Museo Nacional de Arte) no pude menos que sentir curiosidad y simpatía al presenciar una muy actual reinterpretación del mencionado acto fotográfico: teniendo a sus espaldas el retrato de Fernando VII realizado por Goya, un visitante del museo giraba su cuerpo y estiraba su brazo tanto como sus articulaciones se lo permitían para lograr el ángulo que lo dejara retratarse a sí mismo en primer plano con una enorme sonrisa en la cara; luego de algunos segundos y otros tantos intentos pareció haberlo logrado y siguió su camino dentro de la exhibición. Una vez más, pude presenciar el ritual de elaboración de una selfie, pero esta vez había dos retratos distintos en el mismo acto de fotografiar.
El retrato de un monarca hecho a principios del siglo XIX se pueden explicar con la consolidación del género mismo gracias a su estrecha relación con la labor representativa y servil llevada a cabo por los artistas contemporáneos y al servicio de la realeza; a través de la creación de retratos se podía hacer visible una imagen del poder unívoco y focalizado en un individuo; el arte otorgó la materialidad perfecta para la creación pictórica de un cuerpo cargado iconográficamente como agente del poder. Hasta tiempos muy recientes el ser representado pictóricamente consistía en un privilegio reducido y justificado solamente por necesidades ideológicas y tradicionales de autorepresentación propias de la realeza o de un sector burgués de la sociedad capaz de procurarse el trabajo de un artista para ello.
De manera más reciente, y gracias a la fotografía, el acceso a la representación pictórica individualizada se amplió con la misma velocidad con que se produjeron y distribuyeron dispositivos fotográficos asequibles para una franja mayor de la sociedad. Gradualmente, y en sintonía con la apropiación del aparato fotográfico, cada vez más individuos se arrogaron el derecho de decidir y crear pautas de representación sobre aquello que puede y debe ser aprehendido fotográficamente.
Muy tempranamente la fotografía tuvo un lugar privilegiado en la dinámica de la vida social y personal del grueso de la población: en el mismo siglo de su invención existe su uso para el registro de momentos personales y cotidianos ya desembarazados del aura elitista y acartonada heredada por la realeza (fotografías infantiles, retratos familiares, matrimonios, fotografía post-mortem, etc.) En algún momento de la historia reciente, la asimilación del acto fotográfico y la vida individual de quien sostiene la cámara amplió su espectro y condujo a la posibilidad de voltear el objetivo e incluirse a sí mismo.
El punto de inflexión de ese entendimiento fotográfico y representativo está (si extrapolamos lo dicho alguna vez por Bourdieu en una era anterior a las selfies) en la prolongación de valores estéticos heredados de la pintura sobre aquello que tiene una justificación de ser representado. La significación de una fotografía familiar, por ejemplo, sólo tendría razón de ser en su entendimiento como analogía y depósito de una identidad social (la familia como un conjunto) en un medio que espera conocerla y aprehenderla a partir de una imagen.
Está por demás mencionar que para actualizar tal marco explicativo hace falta la inclusión de elementos tan volátiles como las redes sociales y el internet mismo. No son pocas las miradas “opiniológicas” e inquisitorias que ven el fenómeno de las selfies como otro síntoma del padecimiento de existir superfluamente en un tiempo en que la autocomplacencia y la concepción de nuestra individualidad proviene de la experiencia que tengamos en aquellos otros mundos que son las redes sociales. Sin embargo, y a pesar de estar presentes elementos de vanidad y peligros de obsesión, el poder fotografiarme a mí mismo es signo bastante elocuente de los cambios que ha sufrido el acto fotográfico y como tal, un indicador de lo mucho que debemos pensar para empatarnos con esa realidad. Basta percibir nuestra existencia en un mundo hipervisual para entender la enorme oportunidad que significa el poder elegir cómo nos representamos a nosotros mismos. Los ojos hacen más que ver.
Alumno de la generación 2011.
Tema de tesis: dimensión política de las representaciones cinematográficas en el cine documental cubano durante los primeros años del proceso revolucionario.
Temas de interés: historia del arte y las ideas estéticas en América Latina, intersecciones entre el texto literario y la forma cinematográfica, estudios de recepción y crítica artística. Contácto: Twitter @homodiscens