Infinitas veces se ha citado el pronunciamiento blochiano que muchos historiadores, desde la fundación de Annales y la publicación de Apologie pour l'histoire hasta nuestros días, a lo ancho de la geografía occidental, adoptaron como suyo: la historia es la ciencia de los hombres en el tiempo.
Por ciencia, Bloch entendía el uso de un método, no tan riguroso ni tan exacto como pretenden quienes se dedican a estudiar el mundo natural, sino dinámico y cambiante, humano en la medida en que su objeto de estudio también lo es; donde dice «hombres» (ignoro si por la pluma de Bloch o del traductor) me gustaría poner «seres humanos», aclaración fundamental en un ámbito tan traicionero de la lengua castellana; finalmente el asunto del tiempo es algo más complejo. Hay un tiempo presuntamente natural —con todos los asegunes y objeciones—, la potestad de Cronos y de Huehuecóyotl con la cual medimos, clasificamos y organizamos los cambios que ocurren en los objetos del espacio físico. Pero también hay un tiempo histórico, el de los acontecimientos y procesos humanos, que se estira y se alarga, se comprime o se expande dando giros radicales y violentos en función de las sociedades que lo producen y los sujetos y conglomerados que lo impulsan.
Ahora bien, el mismo Bloch dijo que era absurdo comprender la historia como ciencia del pasado, porque ella juega un papel fundamental en la vida de los individuos presentes; explica su circunstancia, la integra en una protoplasmática dinámica y le da cierta coherencia a las experiencias inmediatas de las sociedades actuales. De lo contrario, el historiador no pasaría de ser un mero anticuario, un coleccionista de viejas curiosidades. Otra famosa afirmación del historiador francés: la historia es útil para entender el pasado por el presente y el presente por el pasado. Es decir, esa narración de la vida humana a través del tiempo, de su tiempo, sobrepasa las limitaciones estacionales y pasadistas, pues tiene su origen en diversos puntos del pasado y converge en el día a día contemporáneo.
A nosotros, el pasado nos es imaginario; podemos darle cierto rostro objetivo por los testimonios escritos y los restos materiales, pero nunca deja de tener cierto talente de ficción para quienes tratamos de encontrar en él una respuesta a nuestra existencia cotidiana. Nadie negará que el ejercicio de la invención (la novela, por ejemplo) tiene mayor aceptación cuando habla del pasado que cuando trata temas futuristas. Así lo demuestran la reputación de tantas novelas históricas —tan ficciones como las que más— frente al desprestigio de la denominada ciencia-ficción. El papel que juega la historia en el «futuro», que es el otro momento de los humanos, es incierto, porque esta entelequia no tiene una forma fija ni predestinada (eso sólo lo creen hoy día quienes han sucumbido al esoterismo y a la religiosidad), sino que es cambiante de acuerdo a las circunstancias tornadizas de la realidad.
El tiempo de la historia que Bloch describió a mediados de los años 40 en Francia era apologético, objetivo y pertenecía al esfuerzo de varios de sus contemporáneos por defender el carácter científico de la disciplina y la validez de su conocimiento. El tiempo que describió en Barcelona, a finales de los 10’s de nuestro milenio, un brillante e innovador Rodrigo Fresán, argentino, heredero de la tradición fantástica y ficcional de Borges y Bioy Cásares, era intergaláctico, literario y describía con exactitud la curiosa relación existente entre el proceso de narrar una invención —cuento, novela, et. al.— y la curiosidad sempiterna que impulsa por igual a historiadores y científicos de la naturaleza a intentar develar los misterios de la vida futura ayudados por la imaginación.
Las meditaciones del narrador en su maravillosa novela El fondo del cielo llevan al planteamiento de que detrás de todo escritor de ciencia ficción existe un científico frustrado, alguien que tuvo que recurrir a la literatura para compensar lo que la vida verdadera no le daba: inventar el futuro.
¿Pero acaso no hacemos lo mismo con el pasado? La sentencia de Fresán es bastante ilustrativa y vigente: la Historia de lo que fue— toda teoría novela o ensayo histórico— es también una novela de ciencia ficción. Lo que sucedió es algo tan fantástico como lo que sucederá. El pasado nunca deja de moverse, aunque parezca algo inmóvil.
Sin afán de convencer al lector, Bloch estaría de acuerdo con Fresán. Tanto en el pasado como en el futuro nos buscamos a nosotros mismos, nos imaginamos e inventamos; los personajes que creemos descubrir en esas ficciones también cambian con la historia y dependen más bien del tipo de individuos y de sociedad que hemos querido construir a través del tiempo: el discreto motor que impulsa a la historia, a la ciencia y a la ficción.
studiante de la generación 2014
Temas de interés: la literatura como proceso cultural (análisis desde la antropología), la relación de la literatura con la sociedad de consumo.
Se desempeña como asistente de la profesora América Malbrán Porto en las materias "Historia de América Precolombina" y "Etnias contemporáneas"
Twitter: @LordBoreal