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Eduardo Elías Gómez

Un disgregado pensamiento sobre arte y tecnología


La semana pasada tuvo lugar en internet una celebración por el natalicio de un personaje estadounidense que, durante las últimas décadas, ha permanecido directa o indirectamente en el imaginario televisivo de una buena parte del mundo: Bob Ross.

En su programa, The joy of painting, Bob Ross se daba a la tarea de enseñar a pintar a los televidentes realizando durante la duración del programa un paisaje al óleo desde el lienzo en blanco y señalando simultáneamente los sencillos puntos técnicos que daban origen a su obra. Para la celebración de su natalicio, una plataforma de video en streaming, twitch, inauguró una versión “cultural y artística” de su servicio -tradicionalmente ligado al mundo de los videojuegos- con una transmisión continua de todos los episodios del programa de Bob Ross. Durante poco más de cinco días miles de personas pudieron observar los poco más de 400 episodios que el pintor grabó hasta poco antes de su muerte.

En una conocida conferencia sobre las Vanguardias artísticas del siglo xx, Eric Hobsbawm (en la década en que Bob Ross pinta) se pregunta angustiadamente por el destino y trayectoria de las artes en el mundo contemporáneo que él parece apenas empezar a vislumbrar. Para él, la artes visuales (la pintura y la escultura, específicamente) tienen el lugar más vulnerable frente a las condiciones históricas que les dan lugar. Su rezago y obsolescencia parten de ser, en buena medida, los dos últimos baluartes de aquella noción que Benjamin nombraría aura y que en tanto peligro las colocara la innovación tecnológica del siglo xix. Para Hobsbawm, estas artes fallan y dejan de existir como tales allí donde el cine, la fotografía, la danza, el teatro y la música aprendieron a moverse para poder sobrevivir mediante la repetición. Estas dos artes aún condicionan su valor a la materialidad directa y única, producto de la intervención de quien las crea sobre un objeto concreto; de ellas se exige todavía, dice Hobsbawm, una originalidad que perderían al ser reproducidas en las grandes cantidades que la masa “quiere” actualmente.

En la misma conferencia, Hobsbawm –al mismo tiempo que señala la desaparición de su concepto de arte que tanto teme explicitar- relata sucintamente la primera respuesta a dicho problema que el arte mismo enunció para salvarse. Las Vanguardias, dice él, rompieron todos los hilos de la tradición occidental del hacer arte durante los últimos siglos. Al despojarse de todo sentido (figurativo, temático, político, etc.) no quedó nada a que asirse, los manifiestos colapsaron y el único horizonte que pudo redirigir “la creación artística” emergió del flamante mundo del dinero y los objetos. El arte pop apareció e hizo del consumo una plataforma sobre la cual situar una propuesta de experimentación sensible –y aún artística.

De ahí en adelante, el vínculo entre el arte y lo monetario crecería y se complejizaría. Para Hobsbawm y para muchos otros (Gombrich, por ejemplo), el inicio de esa simbiosis extinguió aquel concepto de arte que fundó y sostuvo la tradición histórica occidental y el canon que de ella emergió, que creó y dio coherencia a los relatos que veían continuidad entre Altamira, Velázquez y Picasso; entre una virgen de Villalpando, un volcán de Velasco y un autorretrato de O’Gorman; que hizo su rehén a lo visual a la vez que renegaba de lo histórico.

Volviendo al pretexto de este texto, ¿habrá visto Hobsbawm algún programa de Bob Ross? ¿Elogiaría su creación ininterrumpida y casi mecánica de cuadros? ¿Vería su éxito como una ingeniosa solución al problema de la masividad en una actividad que se había caracterizado por su especialización? ¿Lo apabullaría el ver la posibilidad dada por el internet de reproducir infinitamente su imagen, su acción? ¿Se escandalizaría al ver disminuida aquella técnica pictórica espontánea y dinámica, alla prima, que erigió los nombres y la fama del Impresionismo a finales del xix? ¿Vería el pop que subyace en ello?

Hasta hoy sigue perpetuándose la idea de explicar los fenómenos artísticos como un simple “reflejo de su tiempo”, como los productos de una sensibilidad acotada por su momento. De ser así, ¿hoy tenemos tal sensibilidad contemporánea que nos exige y prepara para ver arte contemporáneo? ¿Cómo se explica entonces la persistencia y el éxito del arte moderno, colonial, prehispánico? ¿Es kistch y ludismo volver la vista veinte años para quedar absortos con la creación mecánica y simplista de paisajes sencillos, caseros y televisivos (¿ready made?)? Simplificar y naturalizar la relación entre el contexto y el arte nos nubla a veces de considerar que aquel reflejo del contexto que creemos ver puede ser el mismo de aquel que observa.

Quizá Hobsbawm tuvo razones para pensar y lamentar la muerte del arte que creyó ver en la experiencia de las Vanguardias. Aquello que no pudo ver (y nadie hubiera podido) fue la dimensión colosal, intemporal y omnisciente que el internet aportaría a todos los ámbitos de la sociedad en los años subsiguientes.

Si ni ayer ni hace trescientos años hubieron sensibilidades acotadas temporalmente, hoy quizás las pueda haber virtuales, personales y fugaces; quizás de ahí, y sólo así, podría tener sentido la posibilidad y el placer de tener hoy, con solo clicks de distancia, un paisaje de Bob Ross, una película de Hitchcock, una obra de Alarcón o una escultura de Bernini.

El arte nunca pierde con la tecnología.

Estudiante de la generación 2011

En proceso de titulación con un proyecto que pretende indagar la dimensión política de las representaciones cinematográficas en el cine documental cubano durante los primeros años del proceso revolucionario.

Otros temas de interés: historia del arte y las ideas estéticas en América Latina, intersecciones entre el texto literario y la forma cinematográfica, estudios de recepción y crítica artística.

Twitter @homodiscens


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