Creo que lo vi por primera vez hace un par de años, aunque esos recuerdos son inciertos, porque entonces no sabía bien quién era, ni lo que hacía, ni la admiración que con el tiempo llegaría a profesarle. En ese entonces, durante mis primeros semestres en el Colegio de Estudios Latinoamericanos, la posmodernidad era una cosa «incomestible», un concepto que parecía agrupar todas las expresiones teóricas, políticas y culturales que resultaban desagradables al ojo unívoco de todas las derivaciones del latinoamericanismo (que, a primera vista, nos parecía monopolio del marxismo). No fue sino hasta que entablé amistad con él —una amistad posmo— que comprendí verdaderamente lo que era (o podría ser) la posmodernidad, y el enorme campo de posibilidades que abría. Esto se consolidó las pasadas dos semanas con la lectura de su tesis y el enorme aprendizaje que obtuve al estar presente en su examen profesional.
Su trabajo, titulado El debate sobre posmodernidad en América Latina: el Grupo de Bogotá y la emergencia de una crítica de la razón latinoamericana (y ya verán que el nombre largo merece la pena), hace una revisión de la teoría posmoderna, sus orígenes, sus múltiples derivaciones conceptuales, y la manera como aterriza —o podría aterrizar— en esta entelequia misteriosa que llamamos América Latina.
Que fue y es un excelente trabajo de investigación; que posee una destacable, sobresaliente, tenacidad metodológica; que él recrea con una prosa clarísima una discusión que había sido olvidada y hasta minada por ciertas dictaduras epistemológicas; todo eso lo explicaron con elocuencia los miembros del sínodo durante el examen. Pero dijeron menos —tal vez por tratarse de un tema incierto— que, entre las muchas cosas que es, como todas las tesis bien realizadas, la de nuestro amigo es también un parteaguas en el paradigma de los estudios latinoamericanos, una discrepancia con la concepción generalizada de lo que ellos son y la manera como pueden influir en la realidad, el servicio que prestan a la sociedad y los símbolos que construyen alrededor de lo latinoamericano.
Este tema reaparece todo el tiempo en nuestra comunidad y el debate sobre posmodernidad no es una excepción, aunque algunas mentes cerradas y tupidas quieran ver en él una amenaza a «nuestras identidades». A grandes rasgos, con todos los entredichos que puede tener, el planteamiento final de nuestro colega (esa parte que deseamos decir desde un principio en la investigación, pero que nos vemos obligados a sustentar de manera rigurosa) consiste en proponer una «urgente expansión de “lo nuestro”» basada en el olvido de la marca colonial y en el debilitamiento del pensamiento latinoamericano-latinoamericanista.
Se trata de algo muy simple, aunque a primera vista parezca complicado. Expandir lo nuestro olvidando la marca colonial no quiere decir otra cosa que asumir América Latina con todo lo que ella tiene de occidental, de legítimamente perteneciente a la cultura de occidente por su historia, aunque desde luego no se limite a ella. No quiere decir que dejemos de estudiar nuestra historia colonial. Por el contrario. Significa llevar al máximo la frase famosísima de Freud, «recordar es la mejor manera de olvidar». Recordar nuestra historia colonial, lo mismo que la precolombina, nos ayudaría a abandonar la que tradicionalmente ha sido nuestra marca, con toda la carga que esa palabra puede tener en el sentido de característica ineludible, infranqueable, una especie de mito cosmogónico, de trauma infantil cimentador. En ese sentido el pensamiento latinoamericanista, esa corriente que defiende la autenticidad latinoamericana, colocándola en las antípodas del pensamiento occidental, de la modernidad capitalista, como el reverso resistente de Europa, se vería debilitado, en la tesitura planteada por Gianni Vattimo; es decir, como un pensamiento incapaz de reclamar la universalidad para sí mismo.
Quienes aún piensan que el latinoamericanismo puede erigirse como una forma de pensar indiscutible, como un «nosotros» basado en rechazar todo lo externo, son, acaso sin saberlo, fundamentalistas políticos, convencidos de que América Latina o cualquier otro pueblo, cultura o civilización tienen una esencia metafísica única totalmente desligada de la historia.
Esto, por supuesto, no es así. Como nos dice nuestro amigo: «¿No es América Latina, por el contrario, un escenario complejo donde conviven —no necesariamente en armonía— diferentes sujetos, en tanto diferentes son sus realidades, sus condiciones sociales, sus formaciones y sus intereses?»
Por eso digo a todas mis amistades que este trabajo me ha marcado profundamente, en lo individual-existencial, pero también como profesionista. Con él, se ha expandido «lo nuestro» como latinoamericanistas, porque se han abierto nuevos horizontes teóricos y metodológicos. Los estudios latinoamericanos, si nos abocamos a ellos, si trabajamos en esa dirección, han dado un giro importante.
A mi amigo Rodrigo Gastón García Reyes quiero decirle que no hay palabras suficientes en el diccionario para agradecerle lo que ha hecho por la causa de nuestras realidades.
Estudiante de la generación 2014.
Temas de interés: la literatura como proceso cultural (análisis desde la antropología), la relación de la literatura con la sociedad de consumo.
Se desempeña como asistente de la profesora América Malbrán Porto en las materias "Historia de América Precolombina" y "Etnias contemporáneas"
Twitter: @LordBoreal