La sociedad mexicana ha sido constituida históricamente a partir de un cúmulo de heterogeneidades identitarias que no han sido captadas de forma integral por las instituciones del Estado. Aunado a ello, la lógica interna del capitalismo dependiente y el lastre del desarrollo geográfico desigual que éste conlleva, han generado profundas diferencias étnicas, políticas y económicas al interior de nuestra sociedad, la cual se ha constituido como una comunidad ilusoria fundada en la desigualdad y la opresión. Estas relaciones estructurales de clase, etnia y género se han materializado en las instituciones del aparato de Estado y en el ejercicio del derecho. Con ello se han perpetuado los así llamados –desde el siglo XIX- grandes problemas nacionales, siendo la pobreza, la opresión y el racismo situaciones permanentes.
No obstante, la gama de problemáticas socio-políticas que encontramos en nuestro país se presenta de forma distinta en sus diferentes latitudes espaciales. El sureste mexicano se ha mantenido como un enclave geográfico en el cual el atraso económico y la marginación de los pueblos originarios es una condición constante. El estado de Oaxaca se inscribe en este condicionamiento, al cual se suma una organización del poder francamente violenta y caciquil que había logrado que las estructuras de dominación –favorables a la oligarquía local- se mantuvieran aparentemente intactas por mucho tiempo, hasta los eventos del 2006.
La organización política más importante que ha fungido como contrapeso histórico a esa situación, se encuentra en la Sección XXII de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), un grupo disidente del sindicato oficial. La Sección XXII había cobijado distintas luchas locales y regionales debido a que sus agremiados también tomaban parte en procesos organizativos de carácter comunitario e indigenista, al ser muchos de ellos integrantes de pueblos originarios, y trabajar en su vida cotidiana con los problemas comunitarios a ras de suelo.
Hacia la primera mitad del año 2006, el estado de Oaxaca se podía percibir como un auténtico polvorín político. Ulises Ruiz, entonces gobernador priísta de la entidad –quien presumiblemente había obtenido el triunfo gracias a un fraude electoral- no cesó durante su gobierno la campaña de acoso y violencia contra integrantes de distintos movimientos sociales de la más diversa índole, desde organizaciones indígenas en lucha por la tierra, hasta sindicalizados de corrientes muy activas políticamente.
En mayo de ese año, el magisterio oaxaqueño realizó su tradicional movilización anual para exigir remuneraciones salariales, becas escolares, desayunos y uniformes para niños de escasos recursos, etc. La respuesta de Ulises Ruiz fue un rotundo no a la negociación, y el movimiento decidió mantener un plantón en el Zócalo de la Ciudad de Oaxaca. El 5 de junio el gobierno estatal publicó un ultimátum con el fin de hacer volver a los mentores a sus lugares de trabajo, el cual no fue atendido. Nueve días después, la policía estatal desalojaba con lujo de violencia el campamento magisterial, la madruga de aquél mítico 14 de junio de 2006.
La violencia estatal, en lugar de debilitar la organización magisterial, permitió la irrupción en escena de múltiples voces que se habían mantenido silenciadas. Éstas se articularon en torno a un movimiento común, la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), la cual, desde el 17 de junio, fecha de su constitución formal, exigió la destitución del gobernador de Oaxaca como un punto innegociable. La APPO se conformó por más de 360[1] organizaciones sociales, encontrándose en ellas organizaciones indígenas, obreras, campesinas, estudiantiles, barriales, de mujeres, entre otras. Sin duda un elemento interesante fue la capacidad de la APPO para generar consenso interior aún a pesar de las diferencias político-ideológicas de sus organizaciones miembros.
A partir de la conformación de la APPO, el tiempo social de Oaxaca se condensó, generando en tan sólo unos meses avances gigantes en materia participación social e inclusión política, situaciones que no se habían podido llevar a cabo en cientos de años, en una sociedad profundamente divida. Los históricamente excluidos tomaron las calles, se hicieron escuchar, debatieron, y decidieron de forma colectiva.
Mucho se puede decir en torno a los meses que siguieron en el desarrollo del movimiento, en los cuales el estado de Oaxaca se vio prácticamente paralizado. Existen variadas crónicas sobre las multitudinarias movilizaciones, la toma de las estaciones de radio, el empoderamiento de las mujeres, la organización barrial de las barricadas, los reiterados enfrentamientos con la policía y las decenas de asesinatos, cientos de detenciones y un número inexacto de desapariciones que afectaron al movimiento.
También podemos hablar de las expresiones artísticas y culturales que le dieron vida al movimiento, la des-mercantilización de la Guelaguetza y el papel político del grafiti y la música de protesta; el acoso paramilitar y las caravanas de la muerte; la irrupción de la Policía Federal Preventiva y su retirada de Radio Universidad en aquél 2 de noviembre, que ha pasado a la historia como la victoria de todos los santos. Por supuesto, tampoco pasaremos por alto los vicios en los cuales incurrió el movimiento; el oportunismo de algunos de sus líderes; la ausencia de contenido político y la inmediatez de la acción directa. La esporádica falta de diálogo y comprensión con posiciones políticas diferentes, que en ocasiones llevó a escenarios innecesarios de violencia entre el movimiento y fracciones de la misma sociedad civil, generando descrédito a la APPO, y alimentando los contenidos negativos de los medios de comunicación a nivel nacional e internacional.
Sumado a lo anterior, no es posible dejar de lado el hecho de que la demanda principal del movimiento no pudo cumplirse, y que Ulises Ruiz Ortíz se mantuvo en el cargo, aún con la comprobada ingobernabilidad en el estado y los preocupantes niveles de violencia política y crisis institucional. Al parecer, 2006 fue el año en el cual la oligarquía nacional tuvo que sellarse como bloque en el poder para mantener a un gobernador (Ulises Ruiz) y poder nombrar un presidente (Felipe Calderón), ambos favorables a sus intereses económico-políticos.
A todo esto, es claro decir que el México actual es heredero de esa gran victoria, o esa gran derrota, tal como quiera verse. Si de algo podemos estar seguros, es que esa aceleración del tiempo fomentada por la participación social masiva, fue un evento excepcional, y un producto de ello, es que la sociedad oaxaqueña no volvió a ser la misma. Sin embargo, es fácil asegurar –tal vez erróneamente- que esa toma del cielo por asalto que representó la llamada Comuna de Oaxaca, no se repetirá en mucho tiempo.
[1] Hernandez, Luis, “LA APPO”, (en línea), http://www.jornada.unam.mx/2006/11/21/index.php?section=opinion&article=027a1pol, fecha de publicación: s/f, Fecha de consulta: 03/06/2016
Estudiante de Ciencias Políticas y Administración Pública, FCPyS-UNAM (Octavo Semestre).
Líneas de investigación: Teoría Política Contemporánea, Empresarios y educación en México, Historia económica de América Latina.
Correo electrónico: jarquinmauro@gmail.com
Cuenta de Twitter: @MaurroJarquin