Si hay un problema que comparten prácticamente todos los gobiernos de América Latina, sean de derecha o de izquierda, es la corrupción. Ésta afecta a todo tipo de gobiernos, desde los neoliberales de los noventas —Salinas en México, Fujimori en Perú, Color de Melo en Brasil, Menem en Argentina—, hasta la izquierda progresista —Nicolás Maduro en Venezuela, los Kirchner en Argentina, Rousseff en Brasil, Correa en Ecuador—, sólo por citar los escándalos más sonados.
Si bien la corrupción es un problema viejo, que podemos rastrear desde el periodo colonial, ha tomado mayor visibilidad y protagonismo en las agendas políticas latinoamericanas a partir de la década de 1990, curiosamente con el arribo de la democracia y la instalación del neoliberalismo. Quizás adquiere mayor visibilidad a partir de este periodo porque hay una esperanza creciente en el Estado y una nueva conceptualización de éste.
Una de las mayores críticas del neoliberalismo al Estado benefactor fue precisamente su ineficiencia por causa de la corrupción. Decían los neoliberales que el gasto público en diversas instituciones era muy alto y no era eficiente por la corrupción en el manejo de recursos. Se basaron en el argumento de la corrupción para desmantelar y vender muchas instituciones públicas que efectivamente eran corruptas, en este sentido la lucha contra la corrupción fue una de las banderas del neoliberalismo contra el Estado benefactor. Por otra parte, los ideólogos y luchadores de la democracia en la región veían en el fin de las dictaduras la llegada de un sistema político ideal, fuera de los vicios autoritarios de la región, entre los que se encontraba la corrupción. Se pensaba que con instituciones eficientes que vigilaran las arbitrariedades de las autoridades habría una disminución de la corrupción, se relacionaba la corrupción con el autoritarismo.
De cualquier forma tanto para neoliberales como para demócratas-institucionalistas el combate a la corrupción fue un tema prioritario en sus agendas para transformar al Estado, quizás es por esto que tantas ONGs, organismos financieros internacionales, prensa nacional e internacional y la academia se centró en cómo combatir la corrupción. Cabe mencionar que mientras los centros neoliberales y académicos institucionalistas trataron de teorizar sobre la corrupción y crearon herramientas para tratar de asirla, la izquierda en términos generales relegó el problema, considerándolo una consecuencia de tener Estados autoritarios, gobiernos neoliberales o del capitalismo en general. De cualquier forma la caracterización de la corrupción nunca pasó de ser usada como denuncia a un sistema o régimen que había que derrotar.
Tal vez ahora que se ha demostrado que los gobiernos de izquierda no han podido
combatir la corrupción, y que incluso la han reproducido, es que debemos buscar una conceptualización más completa e integral del fenómeno de la corrupción. No basta con decir que es un fenómeno del capitalismo —idea que suscribo, aunque creo que es insuficiente—, o decir que es una cuestión cultural —argumento con parte de razón, pero que considero que peca de reduccionista y que sirve para evitar combatir el problema.
Desde mi perspectiva, la corrupción sólo puede entenderse en contraposición a la idea de un sistema normativo ideal. La corrupción se entiende como una anomalía sobre cómo deberían ser las cosas: expresión de una democracia inacabada, de un Estado débil, sin una ética republicana, etcétera. Siempre se explica en contraste con cómo se considera que debería de funcionar un sistema democrático/republicano.
En teoría, este sistema debería de ser capaz de resolver el conflicto, resolver demandas, mediar intereses de varios grupos sociales y normar el orden social. Al no lograr estos objetivos, el conflicto, las demandas y los intereses buscan otras formas de resolverse, fuera del marco institucional, generando redes de intercambio transaccionales entre los actores sociales (sobornos, intercambio de favores, “compadrazgo”, etcétera), que logran resolver el tensiones “buscando la mejor solución todos”… claro, para todos los involucrados en la transacción. Desde esta perspectiva podría pensarse a la corrupción como una serie de redes de poder y de interacción social que no pasan por los marcos institucionales y legales.
Por otra parte también hay que pensar la corrupción como un mecanismo de acumulación de poder, tanto económico como político. Cuando el sistema legal-institucional merma la acumulación de riqueza es lógico dentro del capitalismo que se busque la forma de librar ese obstáculo. El escándalo de los Panama Papers expresa esta dimensión. Para librar el marco legal que impide la acumulación de la riqueza, la lógica de la corrupción pide llegar “a un acuerdo que beneficie a las dos partes”, por lo que los capitalistas buscan como interlocutor a los detentores del poder estatal, y se ofrece un intercambio ya sea económico (dinero, propiedades) o político (respaldo, votos). Así sucede una transacción corrupta clásica entre el poder empresarial y el poder político: el político permite que el burgués siga acumulando, y el burgués ofrece al político apoyo económico en su campaña o garantiza votos. De esta forma, la corrupción expresa el tipo de relaciones entre el poder económico y el poder estatal que se fortalecen mutuamente.
Como mencioné, este tipo de relaciones sociales no son nuevas, pueden rastrearse desde el periodo colonial. Los Estados-nacionales latinoamericanos se han construido bajo esta lógica. En México, es la lógica con la que ha operado el PRI desde sus comienzos, así logró establecerse: haciendo una serie de intercambios (económicos y políticos) con otros actores sociales para lograr la estabilidad política en el periodo revolucionario. Seamos serios ¿En qué momento la ley y la institucionalidad han operado como marcos reguladores del conflicto y de los intereses particulares?
Parece más verosímil pensar que la corrupción es la regla y la institucionalidad la anomalía. Porque en un sistema sustentado en la corrupción, la aplicación de la ley sólo puede aplicarse en función de este intercambio de favores y como método de coerción entre los actores —el político siempre puede hacer uso de la justicia para lograr imponer su voluntad en un trato (caso Elba Esther Gordillo).
Quizás con tanto tiempo en el que la corrupción ha funcionado como mediador social ya ha creado estructuras de poder o pactos duraderos entre actores. Un ejemplo de estos pactos de corrupción es la relación entre los gobiernos y sus sindicatos afines: el gobierno da beneficios a los líderes sindicales y pequeños insumos económicos o materiales a las bases a cambio de votos. Es lógico pensar que este tipo de pactos de corrupción de larga duración también operan con otros actores: empresarios, grupos políticos locales, organismos internacionales, la oposición partidista, organizaciones sociales. Si el Estado tiene compromisos extra-legales (es decir, corruptos) de larga duración con todos estos actores es viable pensar que la corrupción forma parte de la estructura estatal.
Ahora ¿Cómo leer el papel de los gobiernos de izquierda de la región acusados de corrupción? ¿Por qué han reproducido la corrupción? Porque si bien es cierto que las demandas por corrupción a los gobiernos de izquierda —caso paradigmático de Dilma Rousseff— tienen una intencionalidad política, también es cierto que efectivamente han reproducido la lógica de corrupción. Una posible explicación podría ser que estos gobiernos, al perder una hegemonía relativamente cómoda y disputando el poder con la oposición de forma más dramática, necesitan fortalecer sus alianzas y buscar el apoyo de la mayor cantidad de actores sociales, en este sentido el intercambio corrupto aparece como una forma de relacionarse y ganar adhesiones. En muchos casos basta con hacerse de la vista gorda ante el enriquecimiento de aliados indispensables.
Estudiante de la generación 2012, Colegio de Estudios Latinoamericanos
Temas de interés: medios de comunicación, idelogía, industrias culturales, relación política-cultura, historia contemporánea de Venezuela y Colombia.
@Mauriprado93