Después de un abigarrado proceso, la asamblea constituyente de la Ciudad de México entregó hace un par de meses una nueva Constitución para la capital del país. Uno de sus puntos más laudables es el reconocimiento pleno que hace de los derechos de los pueblos indígenas. Este acontecimiento debe entenderse a la luz de la prolongada historia de la legislación latinoamericana en materia de pueblos indígenas, uno de los temas más recurrentes y apremiantes de la región. Esta historia va desde las Leyes de Burgos (1512) dictadas por Fernando II hasta la Declaración Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas aprobada por la OEA (2016). Pero, uno de sus capítulos más especiales, inaugurado con la promulgación de las constituciones de las naciones independientes, es la del constitucionalismo latinoamericano. Es en este periodo donde debemos ubicar a la nueva constitución capitalina.
Antes de ésta, los avances más significativos en materia de derechos de los pueblos indígenas en México, lamentablemente, seguían siendo las tibias reformas a la Constitución Federal del 2001, que pretendieron dar solución a lo establecido en los acuerdos de San Andrés. Pues bien, de acuerdo con el inciso “A” del artículo segundo de nuestra Carta Magna, las constituciones y leyes de las entidades federativas, en principio, deberían tener cierta autonomía para establecer los derechos de los pueblos indígenas en función de las necesidades de cada población.
La Constitución de la CDMX ha sido tildada de progresista y de ser un texto “de avanzada” por muchas de sus disposiciones, entre los cuales está el que aquí nos ocupa. Los artículos fundamentales son el 63, 64 y el 65 del capítulo sobre la ciudad pluricultural. No podemos atender todo lo que se ha establecido en dichos artículos, pero sí deseamos mencionar al menos tres puntos destacables:
El primero de ellos es que se establece explícitamente que la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007, junto con otros instrumentos jurídicos internacionales de los que México es parte, serán de observancia obligatoria en la Ciudad de México (Art. 63).
El segundo punto sobresaliente es el carácter jurídico que se les otorga. Se lee en el inciso “A” del artículo 65: “Los pueblos y barrios originarios y comunidades indígenas residentes tienen el carácter de sujetos colectivos de derecho público con personalidad jurídica y patrimonio propio”. Este es un paso bastante significativo ya que en la Constitución federal, pese a su aparente reconocimiento de los pueblos indígenas, únicamente les otorgaba el carácter de “entidades de interés público” (!).
Y por último, nos parece destacable el inciso “J” del artículo 65, dedicado al derecho a la tierra, al territorio y a los recursos naturales de los pueblos y barrios originarios y comunidades indígenas. En él se declara que incluye los cultivos tradicionales tales como maíz, calabaza, amaranto, nopal, frijol y chile. Se establece, también, que el material genético de estos cultivos “no es susceptible de apropiación por ninguna empresa privada, nacional o extranjera”. Este tipo de derechos son esenciales para la realización efectiva de su autonomía.
Muchos personajes públicos se apresuraron a festejar y halagar los logros jurídicos de la constitución, cuando el proceso aún no llega a su fin y cuando falta aún dar el paso decisivo. No se olvide que la nueva Constitución aún no ha sido promulgada, como nos lo quiso hacer creer Miguel Ángel Mancera, sino sólo publicada y que entrará en vigencia hasta septiembre de 2018. En contraste, el ala más conservadora de la sociedad se ha encargado de vilipendiar el documento; para este sector la constitución capitalina no puede contradecir la Constitución Federal y, por ello, es impensable que pueda rebasarla en materia de derechos. Uno de los ataques más fuertes son las impugnaciones que ha hecho la PGR (Procuraduría General de la República) argumentando la inconstitucionalidad del documento. Preocupa que con la revisión del texto que hará la SCJN (Suprema Corte de la Justicia de la Nación) se pierda todo lo ganado de un plumazo.
Si bien las leyes pueden interpretarse como la cristalización de las controversias políticas, económicas y sociales o como el reflejo de los discursos y de ideas filosófico-políticas en boga con las que se pretende entender y regular la sociedad; no se debe reducir la cuestión de las luchas de los pueblos indígenas al ámbito de la legalidad. Aún si la Constitución capitalina lograse sortear los obstáculos que se le quieren anteponer; lo fundamental es que no sea condenada a ser un catálogo de buenas intenciones –como ocurre en Aguascalientes, entidad en la que la población indígena es casi nula y, sin embargo, todos sus derechos les son reconocidos (!)–, sino que se consiga su efectivo cumplimiento. Esta es, sin duda, será la batalla más dura que deberán enfrentar los pueblos indígenas de la capital.
Estudiante de Filosofía, FFyL-UNAM
Líneas de investigación: Filosofía Latinoamericana, Filosofía Política, Historia de las Ideas en América Latina, Utopología.
Correo electrónico: omar.velasco.ortiz@gmail.com
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