Esta vez quiero llamar la atención sobre dos acontecimientos recientes que deben preocupar seriamente a los mexicanos: la llamada entre los presidentes de México y de Estados Unidos y la posición que ha adoptado el secretario de relaciones exteriores Luis Videgaray ante la situación política de Venezuela. Ambos fenómenos son dos caras de una misma moneda. Ambos son consecuencia de la virtual aceptación del intervencionismo político por parte del gobierno mexicano. Son dos de las más nuevas expresiones de uno de los problemas más recurrentes de la historia de nuestro país y del continente latinoamericano en general: la política intervencionista estadounidense.
La llamada.
Recientemente salió a la luz la transcripción de la llamada telefónica que sostuvieron Enrique Peña Nieto y Donald Trump el pasado 27 de enero. De entre todas las cuestiones que abordaron destacan dos que, aunque en apariencia fueron secundarias en la conversación, no lo son en cuanto a su significación política. Me refiero a la propuesta de enviar soldados para “ayudar” a aplastar a los “rudos” narcotraficantes a los que la milicia mexicana “les teme” y a la sugerencia de realizar una reforma constitucional para la reelección del actual presidente. Ambos asuntos deben ser motivo de alarma, ya que son síntoma de la preocupante relación que existe entre los gobiernos de ambos países. Por un lado, revelan la descarada disposición de injerencia en los asuntos internos del país del presidente Trump. Y, por otro, son muestra de la virtual condescendencia y sumisión de México hacia los Estados Unidos. Si bien, esta cara de la moneda no es una novedad, la otra cara, la actitud del actual canciller frente al gobierno de Nicolás Maduro, sí lo es.
El canciller.
En efecto, la postura abiertamente injerencista que ha asumido Luis Videgaray es un hito en la historia diplomática mexicana. México no tiene ningún derecho para entrometeré en los asuntos políticos venezolanos, como tampoco lo tienen los Estados Unidos. Si bien es verdad que la política exterior de este país siempre ha seguido esa tendencia, la mexicana siempre se ha caracterizado por ser muy respetuosa de la soberanía de los demás países. Entonces, por qué hoy el “canciller de Troya” ha sido de las voces más destacadas en el coro orquestado por el imperio y sus vasallos para deslegitimar y desacreditar el gobierno de Maduro –gobierno que, pese a todos sus errores, destaca por la defensa que ha hecho de su soberanía y de su derecho a la autodeterminación–. Hoy debemos preguntarnos con toda seriedad por qué México ha decidido seguir la línea intervencionista estadounidense, llegando al grado de considerar ilegítimos los actos emanados de la Asamblea Nacional Constituyente venezolana. Y no resulta nada tranquilizante el hecho de que el gobierno mexicano haya rechazado enfática la opción militar sugerida el pasado viernes por Donald Trump. (Habría sido un descaro hacerlo).
Ni qué decir sobre los pretextos retóricos con los cuales se pretende legitimar la postura del canciller mexicano, a saber, la desmantelización de la democracia o la violación de derechos humanos. Cómo habla de democracia, si hace poco ha quedado manifiesto el poco respeto que él y su jefe de Los Pinos tienen por ella en los descarados fraudes electorales de Coahuila y del Estado de México. Cómo hablan de derechos humanos, si a diario se violan descarada e impunemente por el propio Estado en casos como el de Ayotzinapa y el Nochixtlán. ¡Que se midan con la misma vara con la que miden a los demás!
Este par de acontecimientos son prueba irrefutable de que el gobierno mexicano ha aceptado plenamente el intervencionismo: por un lado aprueba ser intervenido y por otro apoya la intervención. Si no se les respeta a otros el derecho a la autodeterminación; cómo puede exigirse el respeto al propio derecho. Y si ese derecho no se exige ni para uno mismo; cómo, entonces, abstenerse de entrometerse en el proceso político de otro país. Actualmente nuestro gobierno cumple a cabalidad la regla de oro, el principio moral por excelencia, que dice: “trata a los demás como quieres que te traten a ti”.
Hoy debemos preguntarnos cómo es posible que un país como el nuestro, que a lo largo de su historia, ha luchado contra el intervencionismo, sea estadounidense, español o francés –irónicamente, este año es el sesquicentenario de la restauración de la república– se comporte como un títere, una marioneta, un fantoche de Washington (y no escribo esto porque Maduro haya dicho algo parecido). Ese comportamiento es una traición a ese proceso histórico y a todo lo ganado con él. Cómo es posible que un país que ha luchado tanto para conseguir su soberanía haya terminado siendo el patio trasero de los Estados Unidos. (¡Ah!, porque también hay que reconocer que Peña Nieto en verdad respeta plenamente el "derecho soberano" de Estados Unidos de defender su frontera sur, sea la del Río Bravo con el muro, o la otra frontera, la que está más al sur en El Petén).
Este fenómeno debe alarmarnos por sus posibles repercusiones tanto en la renegociación en curso del Tratado de Libre Comercio, como en la elección presidencial en 2018 en puerta. Suficientemente embrollado y sucio está el ambiente político preelectoral, como para que ahora tengamos que introducir una nueva variable, como la posibilidad de que el vecino del norte meta su cuchara. Llegue quien llega a la presidencia, deberá poner como uno de sus puntos principales dentro de su agenda o de su programa política, la definición de su relación con el gobierno estadounidense.