Contra las expectativas, una película de autor como La camarista llegó a mantenerse por cuatro semanas en la cartelera nacional comercial. Un logro en un país en el que sólo la mitad de sus producciones se estrenan, de estas únicamente el 13% lo hace a nivel nacional y más del 40% únicamente en la capital (y probablemente sólo en la Cineteca Nacional).
La estética de La camarista es cercana a ese cine latinoamericano que podemos definir como de brutalidad cotidiana, caracterizado por representar la rutina de personas marginales y la desesperación que le acompaña por medio de tomas largas y fijas, personajes desinteresados, nulo histrionismo y sonido diegético. Como esta película se han exportado recientemente, al tener públicos nacionales ínfimos, otras como Casadentro de la peruana Joanna Lombardi, Workers del mexicano José Luis Valles, Viejo Calavera del boliviano Kiro Russo, Wiñaypacha del peruano Óscar Catacora, y seguramente otras más.
El retrato de la protagonista, Eve, una
camarista en un hotel de lujo, se aleja del miserabilismo de la pornomiseria que abunda en el más popular cine de autor mexicano (recientemente Chicuarotes), es un retrato psicológico más cercano a lo que apuntaba Chaplin de forma metafórica en aquella famosa escena de Tiempos Modernos: la claustrofobia de circular entre los engranajes del sistema sin una salida a la vista, la brutalidad impuesta a la obrera sometida a la máquina de reproducción de capital, a la producción metódica, en serie, de la pulcritud en los mismos cuartos, siguiendo los mismos pasos, día tras día…
Si por un lado la pornomiseria amplifica, estetiza y naturaliza la sordidez de la vida en la periferia para el goce morboso o un altruismo deformado, por otro el cine obrero optimista (con una cercanía ideológica al american dream) romantiza la autoexplotación como una futura nostalgia, como el rito de pasaje hacia la opulencia. Es el cine que nos llega desde EEUU en grandes blockbusters como El lobo de Wall Street , En busca de la felicidad, The Social Network, Forrest Gump, etc., etc., etc. La historia de Eve es la de su toma de conciencia de esta farsa ideológica, de haberle dado su humanidad al capital a cambio de promesas falsas y de reclamarla de nuevo para sí. Sus intentos de rehumanizarse dentro del sistema, sin embargo, se ven todos frustrados: el sindicato le cancela el apoyo para terminar la preparatoria, el único hombre con el que puede tener contacto la ignora después de abrírsele sexualmente, no logra salir temprano para ver a su hijo, ni tampoco le dan el ascenso al piso 42. Es en este punto bajo en el que Eve trasciende al sistema, en una de las últimas escenas se eleva literalmente sobre el piso 42 y, en el helipuerto, el hotel sale de cuadro por primera vez, la cámara la enfoca sólo a ella y al cielo: la esperanza está en otro lado.
La relación entre cine y política no se agota con el cine político o militante, la historia de Eve no es solo una de denuncia, es también una de concientización; un paso hacia la praxis de liberación que Dussel dice sólo es posible “cuando los actores toman conciencia de sus reivindicaciones no cumplidas”, conciencia, en este caso, de que el salario ha hecho del trabajo de Eve los límites de su mundo, como lo muestra al intentar acabar la preparatoria y solo atina a presentarse ante la clase como: Eve, la camarista de 24 años.
La camarista, como toda película, se inserta en un campo de disputa simbólica, el cual se encuentra hegemonizado por el brazo cultural del imperialismo que reproduce ideologías como la del dictator romano y de la barbarie militar yankee disfrazada de superhéroe; del chavorruco apolítico, apático y consumista en donde quiera que salga Seth Rogen, Will Ferrell o Adam Sandler; o del mesianismo que puebla las distopías estadounidenses. En este panorama La camarista presenta un mensaje poderoso pero lo hace usando un dialecto cinematográfico con el que el espectador al que le sería útil no está familiarizado.
Lila Avilés, la directora, describe su estética como un acercamiento voyerista, un término que pone énfasis en el observador y su disfrute, implica una no-participación, en la forma, de aquello que se representa y que se expresa en las tomas fijas que simulan espejos unidireccionales. Pero no hay que olvidar esta simulación, detrás del espejo no hay una mirada humana directa sino mediada por aparatos (cámaras, micrófonos, computadoras, proyectores) que, así como los instrumentos de otras artes, crean dialectos que circulan en grupos concretos. Así Yuri Lotman habla de cómo el “arte de la verdad desnuda, que pugna por liberarse de cualquier convencionalismo artístico, exige, para ser comprendido, una basta cultura [...] El espectador no preparado termina por aburrirse.”
Por esto, el contenido, que fue dado por una práctica semi-etnográfica y que constituye el polo más crítico de la película, pierde en impacto social al tomar como forma esa pretendida neutralidad voyerista que no deja de ser sumamente parcial e influenciada por los referentes culturales de la directora. Podemos contrastar esto con las mediaciones del Grupo Ukamau que buscó, con un éxito debatible, delinear una estética cinematográfica quechua/aymara con la participación de los representados y que fuera no solo capaz de denunciar, sino de ser consumida por los representados y su grupo social. La importancia de esto estriba en la función que Walter Benjamin le atribuye al cine para las masas, “un interés en el autoconocimiento y así también en el conocimiento de su clase”; en el 2019 podemos expandir esta función a, por un lado, la naturalización o, por el otro, la concientización de nuestras opresiones en general.
Esto es algo que no logra La camarista, que si en algo se acerca a la pornomiseria es en su público implícito, conformado por festivaleros extranjeros y las clases altas nacionales. Esto se hace manifiesto en que si bien La camarista logró mantenerse en la cartelera nacional comercial, en su mejor fin de semana recibió únicamente 17,000 espectadores, el 0.8% de lo que recibió la película más taquillera en el mismo lapso (Rápidos y furiosos: Hobbs y Shaw).
Estas películas de brutalidad cotidiana no logran conectar con el público que representan o no tienen la intención de hacerlo. Las industrias culturales han homogeneizado un dialecto cinematográfico y ponen la pauta nacional de producción y consumo de imágenes: en México solo el 8.3% de las películas consumidas son nacionales y gran parte de ese porcentaje corresponde a películas de Videocine (Televisa). Este fenómeno no se ha configurado por la baja calidad de la producción nacional o el malinchismo de sus espectadores, sino por la formación de un campo económico de alianzas transnacionales y prácticas monopólicas que han llevado a que más de las dos terceras partes de las películas consumidas vengan de Paramount, Sony, Disney, Warner o Universal mientras Cinemex y Cinépolis virtualmente controlan la exhibición nacional.
Frente a esto es necesario apelar al dialecto cinematográfico hegemónico con un pie en la bestia y el otro más allá. El cine crítico montado en el caballo de las bellas artes será siempre pornomiseria, para actuar de forma inmediata hace falta apelar a los patrones de consumo de los representados y dejar de soñar con un público con el gusto de una élite pero tampoco caer en los simplismos del pensamiento mercantil. El trabajo debe inclinarse más a la formación de públicos y dialectos críticos y eficaces, que más de un cineasta lo está haciendo, tanto fuera como dentro de Latinoamérica, y para quienes es necesaria la democratización de la exhibición en vistas a su desmercantilización y socialización.
Referencias:
Ana Rosas Mantecón, Ir al cine: antropología de los públicos, la ciudad y las pantallas, Ciudad de México, UAM, 2017.
Canacine, “Taquilla del 2 al 4 de agosto del 2019”.
Cineteca Nacional, “Entrevista a Lila Avilés Directora de La camarista”, en YouTube, [en linea], <https://www.youtube.com/watch?v=5oM8SIqrSko&t=225s>, fecha de publicación, 9 de abril de 2019.
Enrique Dussel, 20 tesis de política, México, Siglo XXI, 2006, p.55.
Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, México D.F:, Editorial Itaca, 2003.
Yuri Lotman, Etica y semiótica del cine, Barcelona, Gustavo Gili, 1979.