Por Ana Hurtado.
Antes de que el Coronavirus se consolidara como una emergencia internacional, mi estancia fluía formidablemente. Esta segunda vuelta a la isla me concedía ampliar mi espectro de interés, y me hermanaba armónicamente con personas muy combativas y amorosas. De pronto la soledad era más llevadera, y ya no me sentía tan fuera de lugar, me sentía abrazada por nuevos corazones…habitando un nuevo hogar.
Hace tres semanas la vida era otra, antes de que el sentido trágico se tomara la molestia de viajar hasta este rincón insular todo transcurría con un sentido preciso e inquebrantable. Yo volvería un día antes del cumpleaños de mi amá y celebraríamos a lo grande dos retornos: el suyo en su punto solar y mi regreso a México. Resignada a pagar la multa del equipaje (porque el peso mexicano aun no se devaluaba como al día de hoy) tenía planeado volver con muchos regalos, compensando la navidad, el año nuevo, el día de reyes y desde luego el cumpleaños. Además, un agencia de viajes había publicado unas ofertas de vuelo increíblemente tentadoras: 200 dólares por un viaje redondo en el periodo de marzo y junio. Una oferta absurdamente barata que por azares del universo expiró rápidamente.
Antes de las primeras elecciones municipales del PLD, el 16 de febrero, había planeado celebrar mi despedida el sábado 14 de febrero, viajar a Haití o a alguna otra provincia del 15 al 18 de marzo y volver al Distrito Nacional a esperar 24 horas para mi vuelta a México. Pero el 16 de febrero el PLD suspendió las elecciones en pleno proceso, un fraude electoral era la primera señal que advertía el cambio en mi plan tan pulcro. Una nueva vuelta electoral fue convocada para el domingo 15 de marzo, decisión que interfería en mis planes de tener una despedida muy bien celebrada. Pocos estarían con los ánimos enfocados en disfrutar la despedida de una extranjera.
Las elecciones del 15 de marzo se llevaron a cabo sin contratiempos y sin la imposición necia de la oligarquía peledeísta, el resultado fue la indiscutible derrota del PLD en las urnas. Para entonces, la noticia del COVID-19 era apenas un rumor, existía una solidaridad con Italia y España pero aún no se dimensionaba la magnitud de lo que se avecinaba. El sábado recibí un mensaje de papá: la suspensión oficial de las actividades universitarias en el Estado de México durante un mes, a partir del 20 de marzo, día en el que estaba prevista mi llegada.
Él expresaba una preocupación que entonces me pareció extraña, e incluso un poco exagerada, ¿qué podía pasar en seis días? Al otro, el domingo 15 de marzo una de mis mejores amigas me invitó a disfrutar de un día de playa cerca de la capital. Sin reparo acepté la invitación, teniendo la seguridad de que sería mi último domingo en la isla. Aquel domingo la energía del Parque Enriquillo (lugar de donde salen la mayoría de las guaguas que de desplazan por el país) era otra, inexplicablemente otra. Medio vacío, poco transitado en comparación con su flujo habitual parecía que el espacio ya estaba anunciando algo, como cuando el cielo anuncia la lluvia. Subimos a la guagua y a nuestro lado una pequeña familia ya iba con cubrebocas y guantes de látex, cargando unas bolsas de plásticas saturadas de compras de pánico: cajas de guantes, papel higiénico, botellas de “manitas limpias” (gel antibacterial), jabones, y reproduciendo uno de esos audios de WhatsApp donde se alertaba de la llegada del virus a la isla. La selfie en familia con el look apocalíptico no faltó.
En el trayecto mi amiga me comentó que las cosas se pondrían duras en el transcurso de la semana, advirtiéndome el cierre de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), cierre de fronteras y el decreto de cuarentena a mitad de semana, antes de mi partida. Yo no quise creerle mucho porque no quería sumirme en una especulación infundada. Tampoco quería estresarme pensando en que tenía que salir huyendo. No podía echar por la borda tantos años de formación teatral y terapia en los que el tema central siempre giraba en torno a mis arrebatados impulsos, así que decidí esperar a ver como iba ocurriendo todo. Un impulso podía salirme muy caro en términos económicos, si el pánico decidía cambiar la fecha de mi regreso, y por otro lado, salir así no me permitiría ni siquiera despedirme de las personas con quienes había compartido los últimos meses.
Opté por esperar. El lunes la atención estaba centrada en los resultados de las elecciones, se anunció entonces el cierre de la universidad durante lunes 16 y martes 17 de marzo solo para desinfectar las aulas y limpiar adecuadamente. Muchos lugares continuaban abiertos, la Biblioteca Nacional, el Archivo General, museos, cafeterías, bares…. Para entonces, parar de tajo las actividades se mantenía solo como una posibilidad, tampoco había mucha certidumbre sobre el estado de la epidemia en la isla. El 16 de marzo fue el último día en que pisé la Biblioteca Nacional, dejando apartados unos libros que después de mucho buscar, por fin los tenía en mis manos. Encima de ellos la ficha de consulta con mis datos, y un papelito con tinta azul que decía: “Apartar para consulta. México”. Como de costumbre fui de las últimas en dejar la biblioteca, salí con la seguridad de volver los días siguientes, con mis notas mentales bien organizadas sobre las páginas que me faltaban fichar.
El martes 17 de marzo fue un día extraño. No encuentro palabras para describir lo que sentía aquella mañana, era una mezcla extraña entre confusión y melancolía. Yo sola llevaba la cuenta exacta de mis 100 días, y sabía que pronto aquel conteo se detendría. Ese día llamé a la aerolínea, pues un día anterior había leído que Panamá había cerrado fronteras y que ya no permitía la entrada de extranjeros, a menos de que fueran residentes. A falta de una visa americana, yo hacía escala en Centroamérica. Primero me comuniqué con el consulado mexicano, una decepción, por decirlo diplomáticamente. Un mensaje genérico donde no me orientaban ni tampoco parecían interesados en mi duda sobre si podría salir del país sin contratiempo o si me recomendaban adelantar el vuelo para antes del 20 de marzo “Te sugerimos comunicarte con tu aerolínea”, fue la respuesta.
Gasté mi balance móvil en llamar a las oficinas de Panamá para que me dijeran que tenía que acudir a las oficinas de Santo Domingo para darme orientarme y darme una solución. Dinero perdido en una llamada inútil, la incertidumbre se acrecentaba y el 20 de marzo parecía arrojarse a una lejanía desconocida. Gasté mi saldo a lo tonto, las oficinas solo cogían las llamadas para vuelos de repatriación de emergencia con Destino a España y Europa. Veinte minutos escuchando la misma vaina por una operadora que cada 2 minutos me recordaba que debido al Coronavirus el centro de atención tenía una alta demanda, donde priorizaban a ciudadanos europeos o a viajeros que hubieran transitado por Europa o Asia durante las últimas semanas. Menuda vaina.
Después de entriparme con el call center agarré camino para el AGN, mis últimas horas estaban delicadamente contadas y no quería desperdiciarlas sin antes reventar las últimas oportunidades para consultar los recursos a los que antes ya les había hincado el diente. Ese día regresé temprano porque una amiga quería verme, seguíamos en el entendido de que eran mis últimos días en la isla. Fuimos a comer, compartimos un par de cervezas, platicamos, leímos, nos abrazamos, nos despedimos. No había cambio en el itinerario.
Abrupto es la palabra que mejor define el miércoles 18 de marzo, el día en que todo dio un giro inesperado. Fui a las oficinas de la aerolínea ubicadas en ese lado de la ciudad al que no le tengo mucho apego. La gran avenida Lincoln, la zona de los malls, los edificios "godinez" y las oficinas medias nice. Al llegar, un wachiman resguardaba pulcra puerta de cristal de las estrechas oficinas. Un hombre alto, con un cubrebocas bien colocado que hacía juego de contraste con su saco azul, al verme por fuera se apresuró a abrir la puerta de cristal. Sus manos cubiertas con los guantes de látex me libraban del contacto con la manija.
El aire acondicionado de la oficina, una sola recepción con tres cabinas pequeñas. Todas ocupadas al teléfono tratando de atender la desbordante demanda telefónica. Esperé mi turno. Cuando me tocó ser atendida me acerqué hasta el mostrador dando las buenas tardes, la chica que me atendió echó su cuerpo para atrás y me pidió que respetara el límite que estaba señalado en el piso. Miré hacia abajo y en efecto, una cinta amarilla había sido colocada para delimitar la distancia a la que debían estar los clientes.
El primer dato que me solicitaron fue mi código de reservación, en cuanto lo di la respuesta fue: saldrías el sábado 25 de abril a las 3 de la tarde, llegando a México a las 12 de la noche. ¿No hay otra fecha más cercana? Solo ofrecemos fechas próximas, es lo que te ofrecemos para garantizar tu llegada a México y sin aplicarte ningún recargo. En esta fecha estimada contemplamos el plazo de apertura de la frontera de Panamá. ¿Y el domingo 26? Me gustaría salir en la misma hora en que estaba previsto este vuelo.
Imprimió mi nuevo pase de abordar con la nueva fecha. Después de entregármelo echó una plasta de gel antibacterial sobre sus palmas. Ya estaba hecho. En pocos minutos los planes se habían reajustado en 360º. Regresé a casa sin terminar de entender cómo había ocurrido todo. Estaba descontextualizada de todo, al consultar en internet, lo primero que salió en mi pantalla de inicio fue el testimonio de dos compañeras que habían hecho escala en Guatemala y habían quedado varadas por el imprevisto cierre de fronteras, en Perú había otros compañeros en la misma situación. Regresé a casa, aun absorta, mirando la calle poco transitado y observando como los pocos transeúntes eran ya personajes de una ficción apocalíptica anacrónica que desentonaba con el jolgorio cotidiano de Santo Domingo.
Cubrebocas, guantes de látex, botellas de gel eran los elementos compartidos de las aceras y las guaguas. Llegué a casa y envié el mensaje a mi familia para notificarles que mi vuelo había sido reprogramado. Dos horas después se anunciaba el cierre de fronteras y del Aeropuerto Internacional de las Américas a partir de las 6 de la mañana del jueves 19 de marzo. Solo salían vuelos ferry con destinos a EUA y Europa.
Ese cierre de fronteras se emparentaba con el decreto del Estado de Emergencia durante 25 días. Aunado a eso, la aerolínea hacía oficial la suspensión de todos los vuelos durante un mes, reanudando hasta mediados de abril. Fue como si el mundo hubiera dado tres vueltas en un instante. No llegaría al cumpleaños de mamá.
Al compartir con amigos y mi familia lo sucedido, experimenté un pequeño lapso de estrés donde me sentía culpable e insuficiente por no haber podido tener otra respuesta. Lo había intentado de muchas formas, estaba confiada en que en las oficinas me confirmarían sin ningún cambio, pero no fue así. Todavía el jueves había cierto aire de naturalidad en las calles. El fin de semana fue un marcaje decisivo en el espectro urbano.
Calles desiertas, silenciosas, poco transitadas. Las cortinas de los negocios cerradas. En la esquina del Barrio Chino donde usualmente hay 7 motoconchos, a duras penas y exagerando la cifra había tres. Por decreto presidencial solo los colmados, farmacias y gasolineras podían mantenerse abiertos acatando normas sanitarias.
Ahora los colmados donde siempre resuena la bachata, el dembow, donde cada tarde convoca las partidas de dominó, el bonche con cerveza o la palabrería, están desolados. El paisaje sonoro habitual se ha esfumado. No sabemos dónde ha decidido resguardarse del virus. Y yo, yo sólo sé que todo lo que hoy está ausente mañana será vital para sostener la digna resistencia.
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